Inflación legislativa y burocrática
En los últimos meses, los colombianos hemos venido padeciendo, de forma cada vez más intensa, los daños que genera la inflación monetaria, por la pérdida del valor de nuestro dinero; pero no se deben soslayar otros dos tipos de inflación igualmente nocivas y correlacionadas con la primera: la legislativa y la burocrática, las cuales desvalorizan tanto las normas como la autoridad gubernamental.
El llamado “Estado social”, con el pretexto de la “justicia social” y con su obsesión por reglamentar prácticamente todos los aspectos de la vida, ha producido un aumento desaforado de la legislación y las regulaciones, junto con una correlativa y preocupante reducción en la calidad de las mismas. También se observa una fuerte expansión burocrática.
Nunca el Estado colombiano había sido más grande y costoso (casi 35% del PIB), nunca había tenido tantos ministerios (18 y se quieren crear dos más) y nunca había tenido tantos funcionarios (1.351.835).
Los constantes cambios normativos y el creciente número de trámites burocráticos, barreras aduaneras, subsidios, permisos, privilegios, gravámenes, exenciones y licencias de todo tipo, ha llevado a que nuestro sistema jurídico cada vez sea más inestable, inseguro, desacreditado y parecido a aquel en el que todo está prohibido, excepto lo que está explícitamente permitido.
Tanta legislación y regulaciones hacen que el ciudadano, el policía, el inversionista nacional o extranjero y hasta los gobernantes y algunos jueces, se pierdan en una maraña de funcionarios, reglamentaciones y trámites, sin saber cuál es en realidad el Derecho aplicable.
Es de tal magnitud nuestro exceso de material normativo, que hasta el mismo legislador no tiene claro cuál es el Derecho vigente y, al expedir una nueva legislación, no está en condiciones de indicar taxativamente cuáles son las leyes anteriores que quedan derogadas.
Luego de su promulgación, la norma debe ser conocida por sus destinatarios. Empero, son tan innumerables las regulaciones que existen, que resulta humanamente imposible que una persona siempre sepa que cumple con las exigencias del Estado.
La mayoría de las personas puede memorizar diez normas (como por ejemplo los diez mandamientos), pero nadie puede, incluyendo los abogados, saberse miles de normas y menos aún comprenderlas, pues nuestro ordenamiento jurídico está plagado de incoherencias, redundancias y antinomias, que crecen y se agravan con el aumento desordenado de la producción normativa.
Hay que empezar por reducir el número de normas, evitar su proliferación y desregular gran parte de la economía. La mejor fórmula para controlar la corrupción de la que, con razón e indignación nos quejamos tanto, no es con más regulaciones, funcionarios y poderes estatales, sino con muchos menos. Un Estado más austero y eficiente, sujeto a unas reglas básicas y con pocos funcionarios, capaces y bien seleccionados, es más fácil de vigilar y, por ende, las oportunidades de corrupción disminuirían drásticamente.
Un país próspero y libre no es el producto de la multiplicación de la legislación y la burocracia. Sucede donde se respeta la propiedad y la iniciativa privada, donde hay estabilidad y seguridad jurídica, donde hay un vigoroso y productivo tejido empresarial y donde unos servidores públicos respetados y respetables hacen cumplir unas mínimas reglas, comprensibles para todos.