Algunos analistas han insistido en vaticinios pesimistas sobre nuestra vulnerabilidad externa. No obstante, estos difícilmente se cumplieron ante la prueba que nos impuso la reciente turbulencia en países emergentes, de la cual el país salió bien librado. Esta situación contrasta con la de los años 50 y 60, cuando las crisis de balanza de pagos eran la regla. Esto, aunado a la excesiva concentración de la canasta exportadora en café y petróleo -96% en 1948- y a la difícil coordinación entre las políticas fiscal, monetaria, cambiaria y salarial, constituía la semilla de un estado de incertidumbre y escasez de ingresos externos. Más aún, esta escasez se atizaba en el contexto de un limitado acceso al financiamiento en el exterior, el cual dista sustancialmente del que tenemos hoy.
En medio de esta zozobra, las autoridades emprendieron ciertas acciones en pro de mayores ingresos externos, las cuales incluían estímulos a las exportaciones menores y controles a las importaciones. No obstante, estos esfuerzos siempre fueron en contravía de las recomendaciones del FMI y de los nostálgicos de Bretton Woods de simplificar el esquema de tasas de cambio múltiples y de liberar las importaciones. Lastimosamente, estas recomendaciones de estabilidad primaron sobre los primeros esfuerzos, como sucedió con las reformas de 1951, con el paquete de estabilización del FMI en 1957 y durante la administración Valencia en 1962 -un desastre inflacionario- y en 1966. Al final, el déficit fiscal, las presiones de los prestamistas, la caída del precio del café y el drenaje de las reservas internacionales fueron la norma.
Ahora bien, no sería hasta 1967 que la administración Lleras, luego de confrontar a un FMI empeñado en devaluar, presentaría el Decreto 444, cuyas vicisitudes son narradas profusamente en las memorias del ministro Espinosa. Este estabilizaría el sistema de pagos y constituiría el mayor esfuerzo por diversificar exportaciones en la historia -las menores superaron el 40% de la canasta en 1973-. Asimismo, el estatuto cambiario reordenó los fundamentales macroeconómicos, rompiendo el círculo vicioso del sector externo y armonizando intereses opuestos. Adicionalmente, les abrió campo a los hacedores de política para pensar en problemas más acuciantes -e.g. pobreza, desempleo y desigualdad-, como bien lo señala Carlos Díaz-Alejandro en su maravillosa obra sobre los regímenes comerciales en Colombia.
En consecuencia, el estatuto no solo constituyó una carta de navegación para el país durante 24 años, sino que marcó un precedente en torno a la configuración de una institucionalidad económica que se fortaleció con las reformas de los 90 y que ha abogado por blindar al país de la vulnerabilidad externa desde entonces. Gracias a este, entre muchos otros esfuerzos de nuestra tradición tecnocrática, podemos ufanarnos de ser el único país con un solo año de crecimiento negativo en la región durante la última mitad de siglo.