A muchos nos pasa que entramos a un café recién inaugurado y la sensación de estar en cualquier otro café de cualquier parte del mundo es sobrecogedora. Es lo mismo que nos ocurre cuando vemos que están construyendo una nueva torre de oficinas y de repente se ve exactamente igual a cualquier torre de oficinas en cualquier parte del mundo. El estratega británico, experto en análisis culturales, Alex Murrell, escribió hace algún tiempo un artículo en el que bautizaba el momento que vivimos como “la era del promedio”. Es decir, que nuestro mundo se caracteriza básicamente por la homogeneidad. Todo se ve bastante parecido a todo. Carecemos de esas propuestas disruptivas, atrevidas o diferenciadas que tanto color le dieron a nuestros espacios y a nuestras ciudades en décadas anteriores.
¿Por qué los arquitectos, los ingenieros o los diseñadores se limitan a sí mismos a la hora de buscar la diferenciación? Cabe pensar que estamos en un mundo en el que no vale la pena correr riesgos y que es mejor ir por lo seguro. También es posible pensar que el entorno de incertidumbre y volatilidad del que tanto hemos hablado nos haya hecho más conservadores y que cualquier forma de innovación nos produzca vértigo. La presión por los resultados en bolsa hace que muchas compañías prefieran no correr riesgos.
Aún espacios naturales de creación como las redes sociales, se llenan de diseños similares, contenidos parecidos, guiones que siguen la misma estructura. Los creadores de contenido comienzan siempre sus videos con una frase que nos enganche, luego nos dicen algo con subtítulos en tipografías similares y cierran invitándonos a seguirlos o a darle “me gusta”. Y lo hacen así porque saben cómo funciona el algoritmo. Es decir, el sistema de inteligencia artificial que selecciona los contenidos por nosotros.
El algoritmo es una muy buena analogía para lo que pasa en el resto de nuestro mundo: parece que la sociedad ha incorporado un algoritmo que premia a quien hace lo que ya se sabe que funciona, y desanima a quien quisiera proponer algo diferente o romper los esquemas. Pero todos sabemos que el mundo evoluciona y se transforma porque alguien se atreve a entrar en territorios desconocidos y a proponer aquello que no resulta obvio.
Y no es que lo que triunfe sea lo que sigue al promedio. De hecho, los edificios, los espacios, los contenidos y los productos que más impacto generan son aquellos que innovan. Lo que ocurre es que cualquier innovación rápidamente se convierte en un “algoritmo” que todos siguen y copian. En su reporte de tendencias de este año, Accenture decía que los consumidores y los creadores están aburridos y que la creatividad está inhibida por la mentalidad que sólo busca la eficiencia. Vivimos en un mundo algorítmico que reproduce como memes las buenas ideas hasta que las convierte en promedio.
Todas las investigaciones nos muestran el poder que obtienen las marcas cuando logran diferenciarse o distinguirse. La “era del promedio”, como es obvio, es la mejor oportunidad que tienen las marcas de hacer algo diferente. Es en momentos como este en los que las compañías tienen que recordar que el marketing es mucho más un arte que una ciencia. Y por eso mismo, aunque su base sean sólidos objetivos de negocio, sus propuestas más exitosas tienen mucho más de intuición, riesgo e innovación que lo que nos dicta el “algoritmo” social.