Adoctrinar no es educar
En Colombia se habla con frecuencia de la importancia de la educación, se dice que es el camino para superar la pobreza, romper los ciclos de violencia y generar desarrollo sostenible. Sin embargo, entre los discursos y los resultados existe una brecha que se agranda con el paso de los años. Y es que, más allá de erradicar el analfabetismo -logro que merece reconocimiento-, seguimos en deuda con la calidad educativa, especialmente en el sistema público, donde estudian más de 7 millones de niños y jóvenes.
En las pruebas Pisa 2022, aplicadas por la Ocde, Colombia ocupó el puesto 64 entre 81 países en matemáticas, 54 en lectura y el 54 en ciencias; estamos por debajo del promedio regional y muy lejos de países con niveles de inversión similares. Sencillamente: nuestros estudiantes no están aprendiendo lo que deberían, y el sistema educativo está fallando.
Fecode, desde hace décadas, este sindicato ha ejercido una presión desproporcionada sobre el sistema educativo colombiano; lo que comenzó como una legítima defensa de los derechos laborales de los maestros, se convirtió con el tiempo en una maquinaria política, muchas veces más preocupada por mantener privilegios y agendas ideológicas que por mejorar la calidad de la enseñanza.
En nombre de la “defensa de la educación pública”, Fecode ha frenado o saboteado todo intento de reforma que implique evaluación docente, actualización curricular, incorporación de tecnologías o meritocracia. La sola mención de evaluar a los profesores despierta protestas y paros. Mientras tanto, los más perjudicados son los niños de estratos bajos que ven interrumpido su proceso educativo durante semanas, incluso meses. ¿Quién responde por las clases perdidas? ¿Quién les devuelve el tiempo a esos estudiantes?
A esto se suma un problema cada vez más evidente: la ideologización del aula; una porción significativa del magisterio está alineada con posturas de izquierda radical, que en muchos casos trascienden las marchas y los comunicados, para instalarse dentro del salón de clases. Los testimonios de padres y alumnos sobre profesores que promueven consignas políticas desprestigian las instituciones o imponen una visión parcializada de la historia reciente no son hechos aislados. Es un fenómeno creciente, avalado tácitamente por una estructura sindical que ha perdido el norte educativo.
El asunto se agrava cuando observamos la participación política activa de Fecode. No se trata solo de declaraciones o comunicados, sino de aportes concretos a campañas electorales, como lo reveló el escándalo de las donaciones a la campaña del actual presidente. Un sindicato financiado con recursos públicos termina participando en política activa, lo que cuestiona seriamente su independencia y su verdadera motivación.
Colombia necesita una transformación profunda en materia de educación; una reforma estructural que ponga en el centro al estudiante, no al sindicato, una política que permita evaluar a los docentes de forma transparente, que incentive el mérito y la actualización constante, que blinde las aulas de todo proselitismo político y que devuelva a la escuela su propósito original: formar ciudadanos libres, críticos y competentes. Esto no significa desconocer la importancia del maestro ni precarizar su labor, por el contrario, se trata de dignificarla, sacándola del clientelismo y devolviéndole el prestigio social que merece.
El país tiene una deuda con millones de estudiantes que han crecido en medio de promesas incumplidas, aulas desatendidas y discursos huecos, ya es hora de que la educación deje de ser un botín político y se convierta, por fin, en una verdadera prioridad nacional.