Tribuna Universitaria 20/12/2025

Antes de que sea la última Navidad

Juan Manuel Nieves R.
Estudiante de Comunicación Política

Un año más que se va. Para algunos pasó volando; para otros fue largo, pesado, incluso doloroso. Hay una sensación compartida que llega con la edad: entre más se crece, más rápido parece correr el tiempo. Los días siguen teniendo 24 horas, pero los años ya no se sienten igual y hay una verdad incómoda que se vuelve imposible de esquivar cuando el calendario se acaba: el tiempo no vuelve.

En lo público, esa realidad es implacable; cuando un gobierno entra en su recta final, ya es tarde para intentar hacer las reformas que pudieron hacerse si las prioridades hubieran sido otras. El tiempo perdido en viajes, en show, en desórdenes personales y en disputas innecesarias no se recupera con discursos de último minuto; gobernar también es saber administrar el tiempo, y cuando se desperdicia, el costo no lo paga el gobernante, sino el país, el reloj institucional no se detiene por excusas, y las oportunidades que se dejan pasar no regresan con un decreto.

Pero si eso es grave en la política, es aún más delicado en la vida personal, porque en el gobierno el tiempo se agota para un mandato; en la vida, se agota para siempre. Sigmund Freud lo decía con crudeza: todos sabemos que existe la muerte, pero pocos viven como si fueran a morir, nos comportamos como si el tiempo fuera infinito, como si siempre hubiera un “después” para llamar, para pedir perdón, para decir lo que sentimos, para volver a intentar.

Y entonces llegan las oportunidades perdidas, algunas pueden corregirse, otras no. Hay caminos que se pueden retomar, relaciones que se pueden sanar, decisiones que aún admiten rectificación, pero también hay trenes que pasan una sola vez.

Hace poco, una amiga me decía algo que me dejó pensando, tiene apenas 33 años y, con una serenidad que mezclaba resignación y convicción, afirmó que el amor de su vida había llegado tarde, que quizá su destino era estar sola, que había aprendido a disfrutar su soledad y que no esperaba mucho más en ese terreno. No sé si tenía razón o no -la vida siempre se reserva giros inesperados-, pero su reflexión era profundamente contemporánea: vivimos en un mundo hiperconectado pero convencidos de que ya es tarde para ciertas cosas.

La soledad es uno de los grandes problemas de nuestro tiempo, pero rara vez la reconocemos a tiempo, no se nota cuando se llega a casa cansado y se prende el televisor, no se siente cuando el ruido de las redes sociales llena los silencios. Solo aparece, brutal, cuando ya no hay a quién llamar, cuando los días festivos se vuelven una carga y no una celebración, cuando la Navidad, que debería ser encuentro, se convierte en una noche más frente a una pantalla del tv.

No vivimos para siempre, y aunque esa idea incomoda, también libera. Nos obliga a vivir con intención: a cuidar a quienes queremos, a acompañar a quienes sufren, a no dar por sentadas las presencias; Un buen propósito para cerrar el año no es bajar de peso ni ganar más dinero, es algo más simple y profundo: acompañar a alguien que esté solo. Visitar, llamar, invitar, escuchar, que no sea posible que, en pleno fin de año, el único acompañante de una persona sea Jorge Barón desde el televisor. No se puede dejar el abrazo pendiente, la llamada que no se hace hoy puede no hacerse nunca, decir “luego” es una forma elegante de posponer lo esencial.

El tiempo no vuelve, pero el presente todavía está aquí, y mientras esté, todavía podemos elegir cómo vivirlo. Que esta Navidad y este Año Nuevo nos encuentren menos distraídos, menos apurados y más humanos, porque al final, cuando el tiempo se acaba, no recordamos lo que hicimos corriendo, sino a quiénes tuvimos cerca.

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