Inseguridad y terror
Desde hace varios años, la violencia en Colombia ha aumentado de manera alarmante. Según cifras del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), en 2023, el número de desplazados internos en Colombia ascendió a más de 7,7 millones de personas, ubicando al país en uno de los primeros lugares a nivel mundial en esta categoría. Este desplazamiento masivo es un reflejo directo de la inseguridad que se vive en muchas regiones del país, donde los grupos armados ilegales, como las disidencias de las Farc y el ELN, continúan expandiendo su control y sembrando el terror entre la población civil.
El proceso de paz iniciado en 2016 con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) prometía una nueva era de estabilidad y desarrollo. Sin embargo, la realidad ha sido diferente. Las disidencias de las Farc, así como otros grupos terroristas, han utilizado las negociaciones como una estrategia para ganar tiempo y fortalecer sus operaciones, principalmente el narcotráfico, su principal fuente de financiación. Mientras tanto, el gobierno parece estar en una posición de impotencia o falta de acción decisiva, lo que ha llevado a una parálisis casi total de las fuerzas armadas.
La falta de mantenimiento en los equipos militares y la reciente crisis de combustible que afecta a los vehículos motorizados de las fuerzas armadas son síntomas de un problema mayor: la debilitación intencional o por negligencia de las instituciones encargadas de la seguridad nacional. Esta situación no solo afecta la capacidad del Estado para enfrentar a los grupos armados ilegales, sino que también tiene un impacto directo en la seguridad diaria de los ciudadanos colombianos.
En departamentos como Cauca, la situación es particularmente grave. Los ciudadanos no solo sufren los ataques y extorsiones de los grupos terroristas, sino que además enfrentan restricciones a su libre tránsito y la imposición de reglas por parte de estos grupos, como si fueran autoridades legítimas. Las disidencias de las Farc, por ejemplo, han llegado al extremo de inaugurar escuelas en algunas regiones, desafiando abiertamente la autoridad del Estado y ganando el control social de las comunidades locales. Esta usurpación de funciones estatales es una clara señal de la pérdida de control territorial por parte del gobierno colombiano.
El incremento en los delitos y la inseguridad generalizada se reflejan en estadísticas alarmantes. Según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), en 2023 se registraron 92 masacres en el país, con un saldo de 328 víctimas. Estos hechos violentos no solo generan un profundo dolor en las comunidades afectadas, sino que también debilitan la confianza en la capacidad del Estado para proteger a sus ciudadanos.
La carga que se impone a los ciudadanos en estas condiciones es inmensa e injusta. Viven en constante temor y, a menudo, se ven obligados a abandonar sus hogares y medios de subsistencia para buscar seguridad en otras regiones. Esta situación no solo vulnera sus derechos fundamentales, sino que también podría derivar en demandas de reparación directa contra el Estado. Los afectados por la violencia y el desplazamiento forzado tienen el derecho de exigir justicia y reparación por los daños sufridos debido a la falta de acción y protección por parte del gobierno. Es imperativo que se restaure el orden y el control en todo el territorio nacional, aunque eso signifique cambiar el papel mal firmado de la paz.