La creación de la Organización de las Naciones Unidas, ONU, en 1945 representó uno de los hitos más importantes de la historia contemporánea; Nacida tras la Segunda Guerra Mundial, su propósito esperanzador fue: evitar nuevos conflictos de gran escala, promover la paz, proteger los derechos humanos y fomentar la cooperación internacional. Durante décadas, su papel fue central en el mantenimiento de la estabilidad mundial y en la construcción de un orden basado en normas y consensos multilaterales.
Gracias a sus agencias se lograron campañas de vacunación masivas que erradicaron enfermedades como la viruela; programas de alimentación como el PMA, Programa Mundial de Alimentos, han salvado millones de vidas en países golpeados por el hambre; la Acnur ha dado protección a millones de refugiados en todo el mundo; y el Consejo de Seguridad sirvió en su momento para mediar en crisis que pudieron escalar en guerras globales.
En los últimos años, esa fortaleza se ha ido diluyendo, hoy pareciera que los Estados ya no temen a las resoluciones internacionales ni a las sanciones, La ONU ha perdido capacidad de disuasión y eso la ha llevado a un punto crítico: está en riesgo de convertirse en un organismo burocrático que expide comunicados, pero sin la fuerza suficiente para cambiar realidades.
Siria vivió una guerra civil devastadora desde 2011, con más de 300.000 muertos y millones de desplazados, mientras el Consejo de Seguridad se paralizó por los vetos cruzados de Rusia y Estados Unidos. En Myanmar, la persecución contra la minoría rohingya fue calificada como “limpieza étnica”, pero más allá de declaraciones y misiones de verificación, poco se hizo para detener las atrocidades. En Venezuela, los informes de violaciones sistemáticas a los derechos humanos han sido claros y contundentes, pero el régimen sigue en pie, burlando sanciones y aislando a los organismos internacionales.
La invasión rusa de 2022 marcó un punto de quiebre: pese a las múltiples resoluciones de condena en la Asamblea General, la ONU no pudo frenar la guerra ni garantizar la protección de civiles; Lo mismo sucede con los conflictos en Sudán, Yemen o Gaza, donde el Consejo de Seguridad se convierte en un escenario de bloqueo entre potencias, mientras miles de personas mueren.
El problema de fondo está en la propia estructura de la ONU. El poder de veto de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad (EE.UU., Rusia, China, Francia y Reino Unido) convierte a la organización en rehén de los intereses geopolíticos. Ningún conflicto que involucre a estas potencias, o a sus aliados estratégicos, tendrá una resolución efectiva; De árbitro del orden mundial, la ONU ha pasado a ser un espectador atado de manos, reducido a emitir comunicados o enviar misiones humanitarias que, aunque valiosas, no resuelven de fondo.
Si los países más poderosos siguen viendo a la ONU como un espacio para defender sus intereses y no como un verdadero foro de cooperación, cualquier reforma será estéril, el multilateralismo, que fue el espíritu fundacional, solo podrá revivir si hay un compromiso real de las naciones por poner la paz y los derechos humanos por encima de los cálculos estratégicos.
La ONU no es irrelevante todavía, sus agencias siguen salvando vidas y ofreciendo ayuda humanitaria en los rincones más olvidados del planeta, pero su rol como árbitro global está gravemente erosionado. Cada vez que un régimen autoritario ignora sus resoluciones sin consecuencias, cada vez que un conflicto escala sin que la comunidad internacional intervenga, la organización pierde peso moral y político.