La paz como excusa
En Colombia, la palabra “paz” ha perdido su peso específico. Durante años fue un anhelo genuino, una aspiración colectiva inscrita en las luchas políticas, en marchas y en los discursos institucionales. Sin embargo, a partir del proceso de negociación con las Farc, esta palabra comenzó a desdibujarse, hasta convertirse en un recurso retórico recurrente, utilizado por gobiernos, campañas y líderes políticos.
El proceso con las Farc, blindó a la guerrilla frente a penas contundentes, la no exigencia de penas proporcionales para crímenes atroces, la reincidencia de algunos excombatientes en economías ilegales y la persistencia del control territorial por parte de grupos armados generaron una percepción de impunidad; a ello se sumó una implementación lenta, fragmentada y débil.
La llamada “paz total”, impulsada por el actual Gobierno, ha profundizado esa pérdida de significado. Al buscar negociaciones simultáneas con múltiples actores ilegales -muchos de ellos sin voluntad real de sometimiento-, el discurso oficial terminó relativizando los mínimos éticos necesarios para un proceso legítimo. Hoy, la paz parece nombrarse en cada alocución presidencial, en cada comunicado ministerial, como una promesa permanente, sin reconocimiento de los fracasos operativos, sin autocrítica frente a las concesiones hechas, y sin evidencia de que la violencia haya disminuido sustancialmente.
Según el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz, Indepaz, durante 2024 se registraron 76 masacres en Colombia con un total de 267 víctimas. En lo que va de 2025, ya se han documentado 37 masacres con 120 personas asesinadas. La tasa nacional de homicidios pasó de 27,5 por cada 100.000 habitantes en 2023 a 29,7 en 2024, lo que representa un incremento de 7,7%. El desplazamiento forzado, persiste como un drama silenciado: al cierre de 2023, más de 8,5 millones de personas habían sido víctimas de este fenómeno, y en regiones como el Catatumbo se reportaron más de 50.000 nuevos desplazamientos en el primer semestre de este año; Los líderes sociales, defensores de derechos humanos y representantes comunales continúan siendo blanco sistemático de amenazas y asesinatos: solo en 2024 se registraron 112 hechos violentos en su contra, lo que representa un aumento superior a 60% en relación con años anteriores.
En este contexto, hablar de paz sin reconocer el deterioro de las condiciones de seguridad no solo es irresponsable: es peligroso. Convertir la paz en un instrumento de marketing político, en un simple recurso discursivo, implica banalizar la tragedia de quienes siguen sufriendo los efectos de la guerra. La paz no puede ser un título, un eslogan o una meta abstracta; Debe ser un camino concreto, sustentado en justicia, presencia institucional, control del territorio, educación y verdad.
Reivindicar el verdadero significado de la paz implica desligarla de la impunidad. No puede haber reconciliación sin responsabilidad, ni perdón sin memoria; Se requiere de nuevo una política pública integral que ataque las raíces de la violencia: el narcotráfico, la informalidad armada y la pobreza rural. Pero hay una dimensión aún más profunda: la cultural; mientras no se enseñe, desde la infancia, una ética ciudadana basada en el respeto, en la dignidad del otro, en la solución no violenta de los conflictos, la palabra “paz” seguirá siendo letra muerta.
La paz no es la ausencia de guerra firmada en papel; es la presencia activa del Estado, la vigencia de los derechos y la construcción diaria de la confianza; mientras no comprendamos eso, seguiremos confundiendo silencios armados con convivencia, e impunidad con reconciliación.