Colombia, cada día evidencia la creciente brecha entre quienes habitan las ciudades y quienes sobreviven en la ruralidad más profunda; El Estado se ha retirado de los municipios alejados, y el resultado es un vacío: regiones abandonadas del Cauca, Chocó, Catatumbo, Guaviare o Putumayo viven otra realidad, una escalada de violencia, minería ilegal y narcotráfico que amenaza con sumirlas en la impunidad.
Según la Procuraduría General de la Nación, la minería ilegal afecta a 29 de los 32 departamentos de Colombia. En 2022, esta actividad ocupó más de 69.000 hectáreas, lo que representa 73 % del área total con extracción de oro en el país. Esta cifra supone un aumento de 8 % respecto a 2021, según imágenes satelitales analizadas por la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, Unodc. Esto no es solo una tragedia ambiental; para muchas comunidades rurales, esa ha sido su última fuente de ingresos frente al abandono estatal.
En el Chocó, el departamento más pobre del país, con casi el 80 % de su población con necesidades básicas insatisfechas, un índice de desarrollo humano similar al de Bolivia; Allí, grupos como las Farc y el ELN imponen su ley, promocionan los cultivos ilícitos y controlan el territorio frente a la mirada ausente del Estado.
Colombia concentra hoy más de 253.000 hectáreas de coca en 2023, un asombroso 67 % de los cultivos mundiales, y su producción de cocaína creció 53 % con respecto al año anterior, según informes recientes. A pesar de los esfuerzos, como las incautaciones récord (más de 600 toneladas y 532 millones de dosis evitadas), el problema persiste, alimentado por el desinterés institucional en zonas marginales.
Grupos armados —disidencias de las FARC, ELN, Clan del Golfo— han aprovechado el vacío estatal para consolidar un dominio aterrador en regiones como Cauca, Valle del Cauca, Huila, Caquetá, Guaviare y Catatumbo. Las disidencias de las Farc, lideradas por Iván Mordisco, operan con tal impunidad que ejecutan atentados con cilindros bomba en Cali y derriban helicópteros policiales.
Frente a este relevo criminal del poder estatal, los alcaldes y líderes regionales quedan atrapados: sin recursos, sin respaldo, sin capacidad de proteger a su gente. Muchas veces, simplemente no pueden ser visitados por los candidatos durante las campañas electorales precisamente por razones de seguridad; Esta ausencia no es casual: es el síntoma de una democracia que olvida lo regional, de una cogestión que no llega más allá del escritorio y de un país que silencia voces fundamentales.
En este contexto, los líderes locales quedan atrapados en una encrucijada moral y política; Ante la indiferencia del poder central y la incapacidad de la Fuerza Pública para garantizar su seguridad, algunos alcaldes y concejales se ven obligados a pactar con los grupos armados ilegales para poder ejercer mínimamente su cargo o simplemente sobrevivir. En regiones como el Catatumbo, por ejemplo, se ha documentado cómo líderes comunales aceptan “impuestos de guerra” y mediaciones con el ELN o las disidencias de las Farc para permitir la movilidad de alimentos, el desarrollo de ferias agrícolas o la apertura de escuelas.
Si queremos evitar que estas zonas desaparezcan del mapa del Estado, urge reconstruir la presencia institucional, reactivar la inversión social y devolverles dignidad a sus voces. Hay que rescatar esas poblaciones: dotarlas de servicios básicos, economía legal y seguridad; y hay que rescatar a sus líderes, muchas veces anónimos, que enfrentan sin recursos el peso del conflicto.