No rotundo a la constituyente petrista
El Gobierno del “cambio” quiere cambiarlo todo, incluida la Constitución de 1991. Considera que se requiere una reforma integral de la Constitución para avanzar en los derechos sociales. De hecho, Colombia es un Estado social de derecho y, conforme a su argumento de que lo social ha sido desatendido por años, convocar al pueblo para un cambio constitucional sería la única respuesta para mejorar la calidad de vida de los colombianos.
Ha indicado que es posible hacerlo por una vía para-constitucional, mediante una “octava papeleta” que sería una ley de la República, si se obtiene el respaldo del 20% del censo electoral. Según esta tesis, dicha ley estaría sujeta al control directo de legalidad de la Corte Constitucional, sin necesidad de pasar por el Congreso.
Este camino trazado por el Gobierno es ilegal, falaz y peligroso. La Constitución de 1991 no contempla la posibilidad de acudir al constituyente primario de forma directa. Se requiere una ley de la República aprobada por mayoría de los miembros de cada una de las cámaras, mediante la cual se consulte al pueblo si desea o no convocar una Asamblea Constituyente. Dicha ley debe indicar expresamente la competencia, el período y la composición de la Asamblea. Solo en el caso de que el Congreso apruebe esa ley y la Corte Constitucional realice un control previo e integral, tanto de fondo como de forma -pues el poder constituyente no es ilimitado y debe respetar principios fundamentales-, puede convocarse legítimamente una Asamblea Constituyente.
Para justificar semejante ilegalidad, el Gobierno se ampara en el proceso constituyente de 1990. Compara peras con manzanas, pues aunque aquel proceso era inconstitucional, se validó por la Corte Suprema de la época, y su aceptación fue casi unánime por parte de las fuerzas vivas de la nación. Además, en la Constitución anterior no existían los mecanismos de reforma que sí están consagrados en la Carta actual.
Incluso, los motivos para la reforma eran diferentes: se consideraba que la Constitución de 1886 resultaba insuficiente en la protección de los derechos y la participación ciudadana. En cambio, la Constitución de 1991 tiene un espíritu liberal y social muy desarrollado. Si los avances sociales no han sido mayores, no es por la Constitución, sino por circunstancias endógenas que no hemos sabido resolver: la inseguridad, el narcotráfico, la economía informal o incluso la cultura ciudadana. Estos problemas no se corrigen reformando la Constitución, sino gobernando, trabajando, implementando políticas públicas adecuadas y designando funcionarios competentes, algo que ha sido ajeno a este Gobierno.
Así, fiel a su talante autoritario, el petrismo quiere una constituyente para hacer populismo, perpetuarse en el poder y facilitar de manera expedita la implementación de sus malas ideas sociales y económicas. Busca manipular, con todo el respaldo y los recursos del Estado, un proceso constituyente ilegal para impulsar a sus candidatos en las elecciones y conservar el poder, incluso abrirle la puerta a la reelección. Si lo logra, sería el principio del fin de la democracia colombiana.
Nada bueno puede resultar de un proceso constituyente ilegal y cuyo director de orquesta es un presidente autoritario lleno de malas ideas. Por eso, cualquier demócrata debe decir no a una constituyente petrista.