Analistas 01/05/2020

Trump: lecciones de una tragedia

Julián Arévalo
Decano, Facultad de Economía, Universidad Externado de Colombia

Más de un millón de contagiados, 70.000 muertos y contando. A la fecha, este es el balance de Donald Trump frente al coronavirus, quien hace un par de meses, con apenas quince casos de contagio en Estados Unidos y al ser cuestionado sobre tales cifras afirmó: “van a bajar a cero”. Esta semana, cuando se le preguntó por la enorme distancia entre su pronóstico de hace dos meses y las cifras escalofriantes que vemos hoy, el mandatario respondió “bueno, va a bajar a cero, al final”.

No es un mal chiste; ojalá lo fuera. Es el desenlace de una forma incorrecta de manejar los asuntos de una sociedad, liderar a sectores donde se tiene base de apoyo y valorar el conocimiento científico.

Parte del discurso de Trump ha seguido las líneas usuales de buscar culpables para cada uno de sus errores, siendo China su candidato favorito, o hace unos días la Organización Mundial de la Salud, organismo al que le decidió recortar cerca de US$500 millones anuales justo en medio de una pandemia. En el trasfondo está su fórmula intentada una y otra vez de identificar enemigos que le permitan el respaldo político que no puede conseguir a partir de decisiones asertivas frente a la crisis sanitaria.

Curiosamente, es posible que esta vez el manejo de la crisis le resulte costoso. Las manifestaciones que piden la eliminación de las restricciones de movilidad que defiende el mandatario se concentran en sectores ultraconservadores, mientras que apenas 20% de la población las respalda. Al mismo tiempo, los cuestionamientos al manejo dado a la pandemia crecen de manera acelerada, incluso en sectores que antes le eran favorables.

Pero tal vez el error más grande está en su relación con la ciencia. De tiempo atrás se conoce el desdén de Trump hacia los expertos, analistas y científicos, ya sea en relaciones internacionales, medio ambiente o ciencias de la salud. Desafortunadamente, este patrón solo se ha acentuado con la propagación del coronavirus.

Su aversión a la ciencia no solo se refleja en el desprecio por las indicaciones de quienes conocen del tema, sino también por sugerir tratamientos que, en sus palabras “puede que funcionen o puede que no”, y despedir trabajadores del sector salud que se han opuesto a promocionar sus métodos. Esto, por no hablar de su idea de “inyectarse desinfectante en las venas” que ya parecen más bien la pérdida del sentido común. No por azar, Rick Bright, uno de los funcionarios en cuestión, afirmó que, en el manejo de esta pandemia, “la política y la compinchería están por delante de la ciencia.”

Parece absurdo pedirle respeto por la ciencia a quien una y otra vez ha puesto a competir versiones lejanas de la realidad contra hechos sobre los que se tiene evidencia robusta.

Y esta es una lección de la que todos deberíamos tomar nota: ante una situación de salud pública como la actual, el conocimiento, experticia, buen juicio y recomendaciones deben provenir de la comunidad científica, de quienes se espera un análisis razonado y basado en evidencia comprobable.

Esto es totalmente opuesto a utilizar criterios políticos coyunturales para guiar la toma de decisiones cruciales en un escenario tan complejo, especialmente en un momento en el que a lo largo del planeta se discuten los protocolos de reactivación de las actividades económicas. Ojalá la sensatez que ha estado ausente en Estados Unidos sea la guía de acción en otros países.

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