Me estoy cuidando un montón
Una mañana en la vida pandémica. Simón sale de su casa. Toma el ascensor desde el sexto piso donde está su apartamento y al llegar a la portería saluda a Mario, quien está tomando la temperatura (34.5 grados), nombre y número de cédula de un visitante del 502 que llega en ese momento. Simón, que se está “cuidando un montón”, aplica algo del desinfectante de manos dispuesto para ello al lado de la puerta antes de abrirla y salir camino a su trabajo.
Revisa el reloj para darse cuenta de que es más tarde de lo que esperaba, por lo que detiene un taxi, a pesar de que el trayecto es de sólo 15 cuadras y que el médico le recomendó caminar y actividad física porque tiene sobrepeso y su tensión arterial está un poco alta. El taxista lo recibe amablemente, con un “tapabocas” que no sólo no es mascarilla, sino que tampoco clasifica como tapabocas: cubre muy bien, eso sí, su quijada y cuello.
Hace frío, y Simón sube la ventana del taxi para no congelarse. Paga en efectivo, se acomoda el tapabocas que se estaba escurriendo y aprovecha para rascarse un ojo, antes de llegar a su lugar de trabajo donde debe pasar por un tapete de desinfección, poner nuevamente gel en sus manos, dar ahora su número de cédula y nombre al portero, y finalmente exhibir su muñeca para la medición de temperatura: 34.7 grados. Bueno, está un poquito más vivo que el visitante del 502.
Ya en la empresa donde trabaja, Simón debe cambiarse los zapatos que traía y es “rociado” con desinfectante. Aunque no son 100 vasos ni es glifosato, sino alcohol y otros ingredientes, a Simón esto siempre lo hace toser y le arden los ojos y la nariz. En su cubículo, pronto cambia el frío intenso por un calor insoportable de aire pesado porque aunque todas las ventanas de la oficina están abiertas, miden apenas 5 cm de alto por 40 de ancho y algunas, además, están bloqueadas por los muebles.
Después de una mañana poco emocionante de trabajo, Simón va a la casa de su hermana a almorzar con ella, sus sobrinos, y sus padres. Todos se están cuidando mucho. Ni los niños, de 5 y 3, salen con frecuencia de la casa pues jardines y colegios están virtuales. Aunque hay un parque cerca, prefieren jugar en casa por precaución y, cuando ha estado abierto (más tiempo que el colegio) juegan en el centro comercial que tiene un “estricto control de bioseguridad”. Su hermana tiene cautela de ventilar la casa por la mañana, así durante el almuerzo pueden cerrar porque el “chiflón” bogotano es terrible para la abuela. Pidieron almuerzo a un restaurante por domicilio, y por supuesto cada una de las bolsas fueron limpiadas a fondo con alcohol antes de servir.
El relato anterior seguramente es familiar para muchos colombianos. Pero además de familiar debería ser absurdo. Le sobran medidas inútiles y le faltan necesarias para contener la pandemia. Si usted no las ubicó, vale la pena que revise lo que sabemos sobre la transmisión del virus y las formas verdaderamente eficaces de prevenirlo, donde deberíamos destinar toda nuestra (ya agotada) energía. En el programa Zona Franca del pasado viernes, Carlos Cortés hizo un rápido repaso con Ana Veraz, y también recomiendo los hilos en Twitter de Romain Brunel.
Quizás nada resume mejor lo que en realidad podemos hacer para contener y prevenir el contagio que el modelo del queso suizo. Sin embargo, con frecuencia somos indisciplinados con las responsabilidades personales que funcionan, y muy disciplinados con unas más bien inútiles. En un país acostumbrado a las formas y las burocracias, que dan una apariencia de orden y control donde está ausente, es inevitable pensar que parte de la razón está en que cumplir así, “con todos los protocolos de bioseguridad”, nos da una falsa sensación de control sobre este virus aparentemente incontrolable. Es el mismo esfuerzo de “control compensatorio” que explicó las compras maniacas de comienzo de la pandemia.
Pero así no nos estamos cuidando. Tampoco nos estamos cuidando cuando abren primero los centros comerciales que los colegios, especialmente para los más pequeños. No sólo porque ya conocemos los menores riesgos de contagio en niños (que además se podrían limitar con buenas prácticas). También por los costos sociales asociados, que van desde el sacrificio del trabajo de los padres (y sobre todo madres) que deben cuidar a los pequeños, hasta el impacto brutal y desigual sobre la educación de esta generación. Junto con asegurar una distribución rápida y amplia de la vacuna, que de una vez por todas nos cuidemos bien debería ser el mayor reto de salud pública de todos nuestros gobernantes.