Analistas 17/12/2025

Cuando el impulso lidera… ¿o gobierna?

Leticia Ossa Daza
Socia Directora Práctica LatAm Paul, Weiss NY

Para muchos líderes, ser “driven” no es solo una característica; es una forma de verse a sí mismos. Avanzar, insistir, no detenerse. Pero pocas veces nos detenemos a pensar qué tipo de impulso estamos cultivando y qué efecto tiene sobre nuestras decisiones, nuestros equipos y nosotros mismos. ¿Es ser “driven” una virtud, una carga, o ambas cosas? ¿Y, sobre todo, qué tipo de impulso necesitamos para liderar mejor?

Ser “driven” no es lo mismo que ser ambicioso. La ambición quiere llegar; el “drive” es el motor que lleva a repensar un problema una y otra vez, a trabajar sin aplausos, a seguir incluso cuando el resultado aún no se ve. Daniel Goleman, autor de “Emotional Intelligence” y “Focus: The Hidden Driver of Excellence”, insiste en que el rendimiento sostenido depende de la capacidad de enfocarse y regular sus propias emociones. Para Goleman, quien logra dirigir esa energía puede avanzar sin agotarse, mientras que quien la pierde termina reaccionando más que liderando. El “drive”, visto así, no es intensidad constante, sino claridad emocional aplicada al esfuerzo.

Algo similar aparece en el trabajo de Angela Duckworth, conocida por su investigación sobre “grit” (determinación). Duckworth no describe el éxito como una carrera de velocidad, sino como una prueba de resistencia. Su investigación demuestra que los líderes más efectivos no son necesariamente los más brillantes, sino los más constantes. Los que siguen cuando el entusiasmo baja, cuando el resultado tarda. Ser “driven”, en este sentido, no es empujar más fuerte, sino la consistencia en el largo plazo. En ese sentido, ser driven no es velocidad; es resistencia y constancia.

El problema aparece cuando ese impulso no se revisa. En “The Paradox of Excellence”, David DeLong y Thomas DeLong, investigadores de Harvard Business School, advierten que muchas fortalezas que impulsan una carrera pueden terminar limitándola. El mismo “drive” que lleva a la excelencia puede convertirse en rigidez, perfeccionismo u obsesión con el rendimiento, control excesivo o desconexión con los demás. No porque el impulso sea malo, sino porque deja de evolucionar y adaptarse. No se trata de correr más rápido, sino de saber hacia dónde correr y cuándo frenar.

Tal vez por eso hoy el liderazgo pide un “drive” distinto, más consciente. Un impulso que sepa parar, escuchar, recalibrar y acelerar. Como dijo Satya Nadella, CEO de Microsoft, los líderes no son máquinas de eficiencia, sino constructores de energía colectiva. En un entorno marcado por la sobrecarga y la presión constante, dirigir bien el “drive” -el propio y el de los demás-puede ser una de las decisiones más estratégicas que tomemos.

Quizá la pregunta no sea si somos suficientemente “driven”, sino si sabemos dirigir ese impulso. Si nuestra energía está alineada con lo que de verdad importa. Porque el “drive” no es solo una característica personal; es una responsabilidad colectiva. Una fuerza que puede construir o desgastar, conectar o aislar.

En ese equilibrio -más que en la intensidad- se juega hoy el verdadero liderazgo.

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