Nuevamente se reanuda el debate sobre la aspersión aérea a pesar de la extensa y consistente evidencia que muestra la baja efectividad de esta política. Puntualmente, Daniel Mejía y sus coautores mostraron que se tiene que asperjar 33 veces una hectárea de coca para ser erradicada. Adicionalmente a la baja efectividad, existen efectos adversos de la fumigación sobre el medioambiente y la violencia en el territorio. Una tarea que tiene pendiente la academia es determinar el efecto de la suspensión de la fumigación en la evolución de los cultivos ilícitos y en la violencia.
Otras políticas, como la sustitución de cultivos ilícitos, se han implementado para enfrentar el narcotráfico. A partir de la evidencia disponible, el reciente programa de sustitución no ha generado los resultados esperados por el efecto anticipatorio que tuvo el anuncio del programa. Sin embargo, estas conclusiones son parciales porque no se ha terminado de implementar (6.7% de los hogares han recibido los recursos correspondientes a los proyectos productivos) y no existe una evaluación de impacto del programa.
En el balance de la política antidrogas de los últimos 50 años hay pocos éxitos para resaltar. En el mundo no ha habido disminuciones sustanciales del consumo de psicoactivos. En Colombia, las intervenciones enfocadas en los cultivos ilícitos no han disminuido la violencia Adicionalmente, como lo muestra Hernando Zuleta, la producción potencial de cocaína tampoco se ha reducido sustancialmente. Por el contrario, el gasto nacional e internacional en este rubro es comparable con pocos programas por la magnitud que representa. Por lo tanto, la evidencia a favor del enfoque de la política antidrogas de los últimos años es escaza.
La solución de largo plazo frente a las drogas ilícitas debe estar orientada a la regulación de todas las sustancias y a un enfoque de salud pública. Para lograrlo, es fundamental que la regulación sea una decisión multilateral que cuente, especialmente, con los países donde se consume gran parte de las sustancias psicoactivas como Estados Unidos y los países europeos. En el caso colombiano, para avanzar en ese sentido es necesaria esta conversación internacional y que la sociedad colombiana acepte un cambio de esa magnitud. Así, es improbable que la regulación sea una opción viable en un horizonte cercano.
A pesar de esto, los dirigentes políticos elegidos deben tener la voluntad de cambiar sustancialmente el enfoque que se le ha dado a la política de drogas en Colombia. De lo contrario, las dinámicas de violencia no serán controladas porque los incentivos van a existir para que se mantenga el microtráfico, no haya desmantelamiento de los grupos armados ilegales y para que las comunidades cercanas a la producción y al tráfico estén expuestas. En mi opinión, todos los cambios de la política de seguridad, que no estén orientados a la regulación de la producción de cocaína, van a limitarse a cambios marginales en las dinámicas de violencia.
Por lo tanto, en el 2022 es fundamental rodear a una persona que se comprometa con la oposición al enfoque tradicional frente a las drogas ilícitas, especialmente la aspersión, y con nuevas estrategias frente al narcotráfico. Uno de los aspectos básicos de estas estrategias debe ser el cambio hacia una medición del fenómeno a través de la cocaína producida y no de las hectáreas cultivadas. Que una política se comprometa con la regulación de las drogas, a pesar de ser valiente, tiene un costo político y electoral alto. Sin embargo, necesitamos dirigentes que le apuesten a un cambio de esta magnitud porque después de medio siglo de fracaso de la política de drogas es necesario pensar en alternativas e implementarlas.