Analistas

Por un nuevo sistema de ciencia y educación superior. Parte II: semiconductores

Luis Antonio Orozco

Hertz, preguntándose por la existencia de ondas electromagnéticas, diseñó en 1888 un aparato innovador que creaba ondas con descargas eléctricas que se podían refractar y reflejar como la luz, y que podían atravesar sustancias no conductoras. Cuando un estudiante le preguntó para qué serviría ese circuito, Hertz respondió: “No tiene ninguna utilidad. Es solo un experimento que prueba que el maestro Maxwell tenía razón”. Marconi leyó su artículo y pensó que era posible enviar mensajes como señales de onda. En 1897 fundó la Wireless Telegraph & Signal Company para desarrollar sistemas de telegrafía sin cables, contratados rápidamente por la marina británica. Ese mismo año, Tesla patentó la transmisión de señales de radio, pero en 1904 Marconi obtuvo la patente fundamental de la radio. Hacia 1907 Reginald Fessenden logró transmitir voz y Lee De Forest inventó un tubo de vacío -el audión- que patentó para transmitir música gracias a la amplificación de ondas. Sin embargo, las válvulas eran grandes, frágiles y consumían mucha energía. La búsqueda de un dispositivo más pequeño y eficiente condujo a explorar el comportamiento de sólidos cristalinos.

Durante las décadas de 1920 y 1930, se descubrió que materiales como el germanio y el silicio tenían propiedades intermedias entre conductores y aislantes: los semiconductores. El gran salto llegó en 1947, cuando Bardeen, Brattain y Shockley en los Laboratorios Bell inventaron el primer transistor -contradiciendo lo que se sabía de física tras años de fallidos intentos-, amplificando señales de onda con semiconductores. El cliente inicial fue la industria militar. Shockley se trasladó a Mountain View, cerca de Palo Alto, para fundar su empresa y comercializar transistores. Las tensiones internas hicieron que ocho ingenieros se retiraran y crearan Fairchild Semiconductor, donde se inventaron los circuitos integrados. De allí emergieron emprendimientos como Intel y AMD, alimentados por el ecosistema universitario de Stanford, UC Berkeley, Santa Clara y San José State. Ese entorno fue posible por la financiación de la National Science Foundation, NSF, creada en 1950, que junto con el Departamento de Defensa financiaron masivamente la investigación en ciencias básicas. Así se originó el Silicon Valley y la era de los semiconductores, base de la microelectrónica moderna y de la tercera revolución industrial, centrada en la informática, la computación y las telecomunicaciones.

Un niño en Titiribí, Antioquia, de escasos recursos y sin facilidades académicas se preguntaba “cómo se transmitían los mensajes telegráficos, o las voces y la música de los aparatos de radio”. Se enroló en la Armada, y de la Escuela Naval pasó al MIT donde diseñó en 1958 un convertidor electrónico de señales débiles, perfeccionado después en los Laboratorios Bell y que hoy es usado en radioastronomía. De regreso en Colombia el panorama científico era desalentador. Entre 1950 y 1970 diversos informes coincidían en que “faltaba una política que definiera el papel de las relaciones sectoriales gobierno-empresa-universidad que diera peso a la actividad de investigación en la universidad, y que orientara el esfuerzo hacia las áreas más importantes para el desarrollo de la ciencia y el progreso del país”. “No había una política científica oficial explícitamente definida; el sistema universitario adolecía de problemas en lo relacionado con la enseñanza y la investigación científica; la infraestructura científico-tecnológica era débil y carecía de dirección o coordinación definidas; y la industria nacional no miraba hacia la universidad”. “En la mayoría de las universidades faltaba el espíritu de investigación, suficientes profesores con doctorado y laboratorios dotados de recursos”. Como indicó Gabriel Betancourt en el plan quinquenal de educación de 1956: “las actividades de investigación, núcleo fundamental de la universidad, son desconocidas en la nuestra”. Las empresas no hallaban en la universidad conocimientos útiles para innovar, mientras estas formaban profesionales sin las competencias requeridas. Finalmente, se proponía que “la educación técnica y tecnológica no debe ser un simple apéndice o un complemento del sistema nacional de educación, sino un subsistema vigoroso de la formación del capital humano necesario para la producción y los servicios”. Dejar de ser considerada una educación de segunda clase para pobres para ser forjadora de una élite de profesionales capaces de dominar las tecnologías y resolver problemas prácticos.

Con este panorama, y con el impulso de Gabriel Betancourt ya como ministro de educación, tal como relata nuestro niño de Titiribí, el capitán Alberto Ospina en su libro Creación de Colciencias (2018), se emprendió un cambio institucional para que la universidad y la ciencia se convirtieran en la base de progreso para Colombia.

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