Nuevo encuentro americano
Una vez más, lo líderes de gobierno de esta parte del mundo (o sus representantes) se reunieron para tratar posibles salidas a problemas comunes, al tiempo que intentaron acercarse a las realidades del continente. Para esto, y algunas otras cosas, ha sido útil la Cumbre de las Américas. Sin embargo, los críticos aducen un listado de aspectos para los cuales la citada reunión, realizada esta vez en Lima, resulta inútil.
La Cumbre de las Américas es, como se sugiere, uno de los pocos escenarios en los que -dada su naturaleza-, es posible la convergencia de los 35 gobiernos del continente, representados en sus mandatarios o delegatarios. La reunión data de 1994 y se acaba de desarrollar su octava versión en Lima, en torno a los temas de la gobernabilidad, la corrupción y el desarrollo sostenible. Desde 2009, cuando esta se realizó en Puerto España (Trinidad y Tobago), el encuentro se realiza con una periodicidad trianual. A pesar de las críticas, fundamentalmente de los sectores de izquierda y centro izquierda latinoamericanos, la realidad ha mostrado que el foro pervive y que es aprovechado, más que por los gobiernos, por los diversos actores sociales que participan en ella.
En tal dirección, debe anotarse que este encuentro es, quizá, el único que facilita la convergencia de todos los sectores de la sociedad, de cualquiera de los países de América: comunidades indígenas, minorías étnicas, asociaciones religiosas, líderes juveniles, grupos LGBT, representantes educativos, empresariales y de sindicatos, entre muchos otros, llegan a la cita. Es un factor de relevancia, puesto que es la oportunidad para que esos actores logren que sus voces sean escuchadas por líderes y tomadores de decisiones en el continente, y puedan enfocarse en trabajar directamente en sus problemáticas más neurálgicas.
Ahora bien, en materia de resultados, como se ha vuelto una tradición, estos resultan ser dóciles y sin efectos. Poca credibilidad existe sobre los mismos. Además, porque al igual que sucede con la mayoría de las organizaciones internacionales, la Cumbre de las Américas es una instancia de la que emanan, fundamentalmente, recomendaciones que no tienen carácter vinculante para los Estados. Entre otras cosas, porque no hay manera de hacer que el Derecho Internacional obligue el cumplimiento de sus compromisos.
A pesar de tal situación, esta Cumbre, por iniciativa y liderazgo de un país que ha sido víctima directa de la corrupción (como todos en la región), alzó su voz aprobando a través de su Reto de la Gobernabilidad Democrática y por aclamación “El Compromiso de Lima”. Este, se entiende como una estrategia que procura ir directamente contra ese flagelo y atacarlo de raíz en todo el continente; incluyendo la Venezuela tiránica de Maduro, a pesar de no estar hoy formando parte del Sistema Interamericano, como tradicionalmente lo hizo. El “Compromiso”, fruto del trabajo de muchas semanas previas a la Cumbre, promueve y demanda la transparencia en todos los ámbitos (públicos y privados), la lucha contra las prácticas de soborno e indebido uso de los recursos públicos, y el control férreo a los recursos destinados a procesos electorales.
En torno a ello, con frecuencia, el país bolivariano salió a flote como ejemplo de lo que se hace necesario atacar. Lo que llevó a posiciones particulares, como la del diputado venezolano Ángel Rodríguez, quien hizo alusión directa al supuesto rol diplomático de Washington para que la Cumbre sea la que legitime la acción intervencionista de ese país en América Latina. Su paranoia llegó al punto de señalar que el mecanismo es “un instrumento de dominación política y militar de Estados Unidos en la región”.
Así las cosas, posturas parcializadas de este tipo se quedan sin fundamento, llevando a que el ejercicio de la Cumbre se fortalezca, como un verdadero mecanismo de diálogo para la amplia diversidad del continente. Nada más que eso.