Analistas 11/11/2025

Un enemigo común: el narcotráfico

Luis Fernando Vargas-Alzate
Profesor titular de la Universidad Eafit

Algo tienen en común los países caribeños con los del centro, norte y sur del continente americano, pero incluso con los de otros escenarios geográficos. Para todas estas naciones el enemigo común es el narcotráfico. En mayor o menor medida, sus sociedades vienen experimentando las consecuencias de un negocio tan lucrativo en la clandestinidad como nocivo para sus propias estructuras sociales. En toda América, los gobernantes están desafiados por un fenómeno que ahora se ha convertido en una catástrofe. En algunos lugares, por la producción, el procesamiento y la venta; en otros, por el consumo y las indeseables consecuencias para sus poblaciones.

El narcotráfico es devastador, no solo por su evidente vínculo con la violencia y la criminalidad, sino también por la profunda descomposición institucional que ha provocado. Su presencia ha corroído los cimientos de la política, debilitando la confianza en las instituciones, distorsionando las economías locales y favoreciendo la corrupción en todos los niveles. En no pocos casos, los narcotraficantes se convirtieron en actores con capacidad de gobernanza territorial, sustituyendo al Estado y consolidando un poder paralelo que erosiona la autoridad legítima. En las urbes, pueden habitar en el apartamento de al lado y lucen indescifrables.

Sin embargo, el daño del narcotráfico no puede entenderse únicamente en términos de violencia o corrupción. También ha tenido un impacto cultural y social profundo, glorificando la riqueza rápida, degradando los valores colectivos y sembrando en amplios sectores de la población la idea de que la ilegalidad es una vía viable de ascenso social.

Así, más que un problema criminal, el narcotráfico representa un fenómeno estructural que revela las brechas históricas de desigualdad, exclusión y ausencia estatal, sobre todo en esta parte del mundo. Comprender su carácter desastroso exige, por tanto, reconocer que su poder se alimenta de la fragilidad social y de la incapacidad de los Estados para ofrecer alternativas legítimas y sostenibles a millones de personas.

En ese mismo entramado, el microtráfico aparece como la expresión más cotidiana y cercana de este sistema ilícito, trasladando sus efectos a los barrios y entornos locales. La fragmentación del negocio en pequeñas redes ha multiplicado los escenarios de violencia urbana, afectando directamente la convivencia y las oportunidades de vida de niños y jóvenes.

El microtráfico perpetúa la lógica del control territorial, genera dependencia económica en entornos empobrecidos y refuerza el círculo de marginalidad que alimenta al narcotráfico. En consecuencia, abordar el problema de las drogas requiere comprender esta doble escala (global y local) que entrelaza la economía criminal con las condiciones estructurales de exclusión y desigualdad social. Pero ¿qué hacer? ¿cómo enfrentarlo? Siendo el narcotráfico un enemigo común, es momento de abordarlo de manera conjunta y dejar atrás todas las políticas fracasadas.

Desde la óptica estadounidense, la estrategia agresiva de atacar embarcaciones que se sospechen estar vinculadas al negocio resulta lejos de ser efectiva, pero sí costosa. Tampoco lo que se adelanta en otras latitudes está funcionando. El resultado final es igual de ineficaz. A la fecha, ninguna de las estrategias o políticas planteadas para combatir el tráfico de drogas parece funcionar. “Todos los caminos conducen a Roma”: esto para decir que todo vuelve y encamina la solución hacia la legalización. El día que eso pase, las drogas valdrán un centavo, el negocio se acabará y el mundo será menos violento.

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