Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa, dijo el filósofo. Una cosa es la mal llamada “mermelada”, que en el imaginario popular consiste en la repartija de la burocracia y del erario público para lograr apoyos políticos y otra, muy diferente, otorgar representación política a los partidos que hacen parte de la coalición de gobierno.
El origen del término “mermelada” en el argot político proviene de una analogía utilizada por Juan Carlos Echeverri para explicar porque se debía modificar el sistema de reparto de los recursos de regalías. Decía Echeverri que la idea era esparcir las regalías por todo el país y no dejarlas concentradas en las zonas productoras, de la misma forma que se esparce la mermelada sobre la tajada de pan. Así, a todos les tocaría algo de estos recursos, los cuales se podían invertir en proyectos sociales y de infraestructura.
Resulta un misterio determinar cuándo mutó el término a su actual acepción peyorativa; pero, sin duda, era conveniente para la oposición hacerle yuyitsu a una de las políticas públicas más audaces del gobierno Santos y convertir el concepto en una mala palabra.
De todas formas, el debate sobre el papel del parlamento en el marco democrático es de fondo. Desde 1968 el poder del Congreso colombiano se ha venido desvaneciendo. Ese año perdió la iniciativa sobre el gasto y la tributación -una de sus funciones principales-, y en 1991 le entregó su fuero a la rama judicial y se sometió a la potestad disciplinaria de la Procuraduría. Con la elección popular de alcaldes y gobernadores perdió su poder de intermediar en los procesos políticos locales; mientras que el activismo judicial de las Cortes, sobre todo de la constitucional, ha erosionado su monopolio legislativo.
Esto hace del Congreso colombiano uno de los cuerpos colegiados más atípicos en las democracias liberales: un eunuco que de manera voluntaria y continua se amputa sus extremidades.
El gobierno Duque, con admirable decisión, ha insistido en no tranzar apoyos políticos en el Legislativo por cargos públicos en el Ejecutivo. Esa forma de chantaje en que incurren algunos congresistas ciertamente debe ser proscrita, entre otras cosas, porque detrás del inocente nombramiento de un recomendado algunas veces se esconden maniobras para direccionar recursos públicos hacia los directorios políticos.
Esto no quiere decir que se deba descartar la participación institucional de los partidos de gobierno en el Ejecutivo. Satanizar esta muy normal pretensión democrática entorpece la aprobación y ejecución de las políticas públicas. El Plan Nacional de Desarrollo, la hoja de ruta del gobierno durante el cuatrienio, casi no se aprueba porque el Ejecutivo carece de mayorías estructurales en el legislativo. Si el gobierno Duque no revisa su retórica, y reconoce que hay una versión benévola de la “mermelada” que consiste en la legítima conformación de coaliciones políticas para gobernar, los fracasos legislativos se repetirán una y otra vez.