Se ha sancionado la ley que prohíbe las corridas de toros en Colombia. Es una lástima. Los colectivos promotores de la iniciativa han celebrado bombásticamente su triunfo. Petro, con su abulencia, aprovechó para elucubrar su tesis sobre la medida.“Creían que tenían el derecho de matar unos animales por diversión”, nos informó, pero “no puede la justicia decir que es cultura matar por diversión a los seres sintientes, a los seres vivientes”.
La tauromaquia ha sido siempre una tradición con detractores. Inicialmente fueron los anglosajones, siempre propensos al moralismo hipócrita, para quienes la actividad era una prueba más de la brutalidad española. Luego vinieron las sociedades protectoras de animales y recientemente el movimiento woke, que la emprendió contra la practica porque simbolizaba todo lo que combaten: la tradición, la belleza, la cultura, el arte, el honor y la valentía.
Sin embargo, los enemigos de las corridas le pegan a lo que no es. Los seres humanos matamos seres sintientes todos los días por diversión y la práctica no va a cesar con la prohibición de la tauromaquia. ¿O es que de dónde creen que proviene la carne de las hamburguesas o el pescado del sushi? No nos engañemos. Matamos estos animales para nuestra diversión porque nos gusta comer un bife jugoso o un pescado frito, pudiendo alimentarnos de algo más.
En parte de eso se trata, de poder ejercer nuestros gustos libremente. Nuestra relación con la naturaleza está vinculada con la cultura y los valores individuales. Hay quienes van a toros, otros practican el coleo, o ven peleas de gallos. Unos crían perros como mascotas, otros para comérselos. Recientemente estuve en un restaurante que ofrecía en el menú carne de caballo, lo cual no me apetecía, pero estoy seguro que a otros comensales sí. Me alegra en todo caso que tuvieran la liberad de escoger.
En otra época, uno de los aspectos más llamativos de las corridas era la dignificación de la muerte como celebración de la vida. En el mundo contemporáneo, donde pretendemos la ilusión de la inmortalidad, el tema es mejor ignorarlo. Antes de los antibióticos, el oficio del toreo era increíblemente riesgoso. La fortaleza del toro bravo era un símbolo de una naturaleza peligrosa que debía ser dominada con arte y propósito. El torero que se exponía y doblegaba al animal con finura representaba la civilización sobre la barbarie. Y la bestia fallecía en la arena cumpliendo su propósito esencial, desplegando su razón vital, como diría Ortega y Gasset.
Estas consideraciones quizás sean demasiado sofisticadas para la banalidad de un mundo dominado por las redes sociales. Los promotores del prohibicionismo, sospecha uno, están más interesados en likes que en el bienestar de animales o personas. La consecuencia del fin de la fiesta brava será, además de la pérdida de miles de empleos, la verificación de una tragedia ecológica.
Los animalistas salvarán al toro de lidia de los sufrimientos infligidos en la plaza acabando con la especie. Sin corridas de toros, el Bos primigenius Taurus solo sobrevivirá en los zoológicos.