De los mismos creadores del cartel de la contratación en Bogotá, llega ahora el escándalo de Centro Poblados. Según los reportes de prensa, repiten en los papeles estelares Emilio Tapia e Inocencio Meléndez, con la asesoría legal de Pino Ricci y un reparto de apoyo constituido por estrellas emergentes de la contratación pública.
Diez años después de destapadas las fechorías de los primos Nule, vuelve y juega: consorcios amañados, funcionarios cómplices o incompetentes, pólizas falsas, cuentas inexistentes, experiencia inventada, despilfarro de anticipos, tráfico de influencias y contratos que nunca se ejecutan o se ejecutan mal.
Y después de cada escándalo vienen reformas para que la situación no se vuelva a repetir. Se crean nuevos delitos, se aumentan las penas, se eliminan beneficios, se establecen nuevos requisitos para contratar y se imponen medievales regímenes de sanción disciplinaria y fiscal a los funcionarios.
Pero nada parece funcionar. Los corruptos no se disuaden con los cambios normativos porque operan en un universo paralelo donde las reglas que les rigen son muy diferentes a las del resto de la sociedad ¿De qué sirve pedir pólizas de cumplimiento, capitales mínimos y experiencia a los contratistas si la documentación suministrada es falsa? ¿De qué sirve aumentar las penas si los corruptos -como lo hizo Emilio Tapia- se acogen al principio de oportunidad para obtener sanciones irrisorias? ¿De qué les sirve a los entes de control castigar con la muerte civil y la ruina financiera a funcionarios de tercer nivel si estos fueron, en muchos casos, asaltados en su buena fe?
Estas medidas para lo único que sirven es para aplacar temporalmente la ira popular y para que los políticos que las promueven capitalicen electoralmente la indignación. Peor aún, el desbordamiento normativo y jurisprudencial legitimado por la lucha anticorrupción solo logra la parálisis de la administración pública.
Billones de pesos reposan en bancos por los kafkianos procedimientos requeridos para su disposición y el temor a perder el patrimonio personal o a verse involucrado en interminables investigaciones ha creado un profundo desincentivo para que personas idóneas y talentosas accedan a prestar sus servicios profesionales en el Estado.
Los Emilios Tapia de este país no les tienen miedo a las llamadas “ías”. Para ellos, estas son solamente un riesgo ocupacional. En cambio, por cada funcionario que renuncia intimidado o por cada joven que decide no hacer una carrera pública habrá siempre algún otro personaje siniestro dispuesto a vender sus servicios al mejor postor.
La lucha anticorrupción no se debe sustentar en más leyes ni regulaciones; ni en el otorgamiento de funciones exorbitantes a los entes de control; entidades elefantiásicas cuya efectividad, muchas veces prometida y pocas veces lograda, está por verse. Se debe fundar, más bien, en una reforma integral del sistema político que la facilita y no en populacheras medidas paliativas que hacen que la medicina anticorrupción resulte peor que la enfermedad.