Todo empezó el 9 de junio de 1995 cuando el Gobierno colombiano firmó un acuerdo bilateral de promoción y protección de inversiones con el Reino de España. En ese momento todo fue celebración, el presidente del momento -sitiado internacionalmente- se regocijaba con el triunfo diplomático y los inversionistas se frotaban las manos. A decir verdad, nadie sabía muy bien lo que se había firmado, ni siquiera las mismas Naciones Unidas, las cuales, a través de la Unctad, promovieron este tipo de acuerdos como si se tratara de la venta de tiempos compartidos en Disney World o carros usados.
La verdad, sin embargo, es que estos instrumentos, además de las consabidas recetas (“trato justo y equitativo” a las inversiones, “seguridad y protección plena”, “no expropiación”) traían un mecanismo de resolución de controversias que envenenaba la manzana. Se trataba de la potestad de resolver mediante arbitraje privado las disputas que pudiesen surgir en la aplicación del acuerdo, una medida que parecía inocente pero que, en últimas, extirpaba la jurisdicción nacional y ponía en manos de unos particulares la decisión sobre el cumplimiento o no del acuerdo y la posibilidad de imponer multimillonarias indemnizaciones a las naciones sin revisión por una segunda instancia.
Durante años Colombia paso de agache en materia de litigio de inversión, a pesar de haber firmado unos quince acuerdos de esta naturaleza, mientras que las demás naciones sufrían el calvario internacional. Pero a todo marrano le llega su navidad, como dicen, y, a finales de la década pasada, algunos abogados, al igual que las nubes de langostas africanas, decidieron que nuestro país eran terreno fértil para cebarse y cayeron sin misericordia.
Afortunadamente estábamos preparados. En 2017 el gobierno creó en la Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado, una dirección internacional nutrida con abogados especializados de primer nivel y le asignó presupuesto para contratar a las mejores firmas extranjeras en la materia. Como es usual, el escepticismo sobre estos esfuerzos reinó en la comunidad jurídica. Unos, los pesimistas profesionales, pronosticaron las mayores debacles y otros, con resquemor oportunista, cuestionaron la idoneidad de los encargados de la defensa.
No así quienes fueron responsables de la tarea en los años posteriores, quienes abordaron la gestión como un esfuerzo institucional. La decisión reciente en el caso de Electricaribe demuestra no solo una impecable gestión de defensa jurídica, sino que el país es respetuoso de sus obligaciones internacionales, entre ellas la protección de las inversiones extranjeras.
Todavía faltan varios arbitrajes de inversión por resolver. Muchas veces el Estado no obra con la consistencia que debería y, en algunos casos, las decisiones de las cortes y de los entes de control no están alineadas con los intereses nacionales.
Lo importante, de todas formas, es que los colombianos pueden estar seguros de que, en materia de defensa jurídica internacional, tienen el mejor servicio que el dinero puede pagar.