La danza de la reforma tributaria ha comenzado. El ritual siempre es el mismo: presentación en sociedad, rechazo, tímida recepción, intercambio de presentes, cambio de ritmo, romance pasional y consumación.
Esta vez, sin embargo, la dama esta pasada de kilos, tiene granos en la cara, sufre de flatulencias y tiene el desagradable hábito de tocarle a su pareja las partes privadas. Su chaperón, el ministro de tesoro, quien es un veterano del ritual, luce cansado y sueña con su retiro en ultramar. Los demás lugartenientes, aunque hábiles y dedicados, son todavía bisoños y suelen enredarse en las alfombras del palacio mientras se pierden entre gobelinos, salones, comedores y despachos.
La gran pregunta que esta vez todos se hacen es la oportunidad de la ceremonia. Normalmente ocurre al comienzo del mandato, cuando el aire está fresco y los señores del reino aspiran a ganar los favores del nuevo monarca. Es el momento de las falsas sonrisas, las genuflexiones exageradas y las floridas adulaciones. Entonces la dama tributaria goza de favores, es graciosa, así tenga los dientes desportillados, y se mueve con fina delicadeza, batiendo las pestañas y repartiendo coquetas miradas a los asistentes. Pocos resisten a sus encantos, aunque siempre quedan algunos que se retiran discretamente por los pasillos, ya sea porque no caen ante el sortilegio femenino o el esfuerzo de seducción no ha sido lo suficientemente generoso.
El problema ahora es que el mandato se agota, el sol -que nunca salió propiamente- esta a las espaldas prematuramente, como en los días del más crudo invierno. Los súbditos están inquietos, la peste ha golpeado el reino con ferocidad inusitada, los bárbaros se agrupan en las fronteras, los mercados y tabernas están abandonados, los caminos y los burgos son asechados por peligrosos asaltantes y una oscura secta dirigida por el sinuoso monje Petro se frota delicadamente las manos esperando a que llegue el momento adecuado para iniciar la revuelta.
Por eso, aún si la dama tributaria fuera agraciada -que no lo es- la oportunidad del baile parece dudosa. Los poderosos banqueros extranjeros han exigido que la ceremonia se lleve a cabo y la dama saldrá a bailar. Todo parece indicar que esta vez el manoseo mutuo será escandaloso, los participantes acabarán en un baño orgiástico de mieles endulzantes que puede afectar seriamente su salud y la del reino. Y, como siempre, se sabe cómo empiezan las cosas, pero no cómo terminan.
Cuando a la dama le quiten un par de kilos de aquí y de allá, la moderen el IVA, le bajen el patrimonio, reemplacen un par de exenciones por otras y mantengan intacta la canasta familiar estará lo suficientemente presentable como para consumar el matrimonio. Otra cosa serán los súbditos, quienes no están para fiestas. Ya se les ve armados con horquillas y guadañas esperando a que caiga la noche para entrar al palacio y sorprender a los participantes henchidos de melaza. Vendrá entonces el ajuste de cuentas y no será bonito. ¡Que Dios nos coja confesados!