El 25% de los bogotanos, una cuarta parte de los habitantes de la capital, no pueden consumir tres comidas diarias. Esta cifra es casi el doble desde la última medición realizada en 2019 por la organización Bogotá como Vamos, donde 14% de los encuestados dijeron estar en la misma situación. Las cifras de Medellín son muy parecidas, la revista Semana reporta que en la capital de Antioquia “hay familias que permanecen en la cama hasta 15 horas, se levantan a trabajar en las calles durante la noche y prueban un solo plato de comida porque no tienen dinero para los mercados”.
Sabemos que las políticas anti-empresa usualmente vienen acompañadas de hambre, desempleo y pobreza. Sin embargo, estas cifras sorprenden por su magnitud. El deterioro social que experimenta el país puede estar siendo mucho mayor de lo que parece.
Quizás no puede ser de otra forma. La cifra oficial de inflación, que el año pasado fue de más de 13% -y que aún no cede- esconde una medición todavía más dramática: la inflación de alimentos puede estar cercana a 24%.
La gente, sencillamente, no está pudiendo comprar comida. Por esta razón importantes organismos internacionales están a un paso de declarar una emergencia alimentaria en Colombia.
Ante esta situación, inducida en buena parte por la actual administración, preocupa que la reacción del gobierno sea, como ha sido costumbre, culpar a alguien más. Dirán que todo se debe a los TLC, a los terratenientes, a los especuladores, a las oligarquías, a los gringos, o a cualquiera menos a ellos mismos. Sin embargo, la inflación colombiana se debe básicamente a la devaluación de la moneda. Un fenómeno causado en buena parte por la fuga de capitales generada por la desconfianza en Petro.
En vez de generar incentivos para que regrese la inversión y se mejore la productividad, la respuesta del gobierno será restringir las importaciones e imponer controles de precios.
Según el dictum oficial la carestía se debe a que hemos perdido la “soberanía alimentaria” al importar 14 millones de toneladas de alimentos, lo cual es una falacia. Las importaciones son menos de 20% de todos los alimentos y 70% de estas son de maíz y soja, las cuales se utilizan para criar cerdos y pollos, que son la proteína animal más económica a la cual pueden acceder los colombianos. Aun así, como es costumbre, la ideología se impondrá sobre la realidad y las restricciones a la comida barata del exterior, que seguramente se implantarán, solo agravarán la situación.
Lo mismo ocurrirá cuando les dé por imponer controles de precios, una política que la humanidad ha intentado desde hace cinco mil años con el mismo resultado: aumento de la escasez.
El socialismo y las hambrunas, como ya dijimos, van de la mano. Desde el Holodomor de Stalin, el Gran Salto Adelante de Mao, la hambruna de Mengistu y ahora el éxodo venezolano esto parece ser una constante. Ojalá nunca lleguemos a estos extremos, pero, sea como fuere, a esos colombianos que se están acostando sin comer hay que recordarles que el responsable de sus penas no es otro que el inquilino temporal de la Casa de Nariño.