La victimización ha sido una recurrente estrategia de la izquierda colombiana. Cuando las cosas les salen mal, usualmente por su pasmosa incompetencia, la culpa es de alguien más.
Cuando los resultados electorales les eran desfavorables, culpaban al Frente Nacional. Siempre fueron ambiguos en sus relaciones con la insurgencia. Salvo algunas excepciones (el Moir, por ejemplo) nunca condenaron con vehemencia la combinación de formas de lucha. Aunque completamente injustificada, la persecución que sufrieron algunos de sus miembros se explica en parte por estas simpatías cómplices con la brutal violencia guerrillera.
Ahora que están en la cúspide dicen que tienen el gobierno y no el poder. El poder, según ellos, lo tiene alguien más. Lo tienen -vaya uno a saber- las oligarquías, los capitalistas, los terratenientes, las “mafias”, los gringos, los medios de comunicación, los burócratas o alguien más que conspira en contra de sus buenas intenciones.
Esto implica que la gestión gubernamental, que es su responsabilidad, no se pueda realizar adecuadamente porque el poder para que las cosas ocurran no está en sus manos.
Este olímpico importaculismo -que vemos todos los días- cumple varias funciones.
Por un lado, exime a los responsables de las consecuencias de sus actos. La pérdida de los Juegos Panamericanos, por ejemplo, no es culpa de la nefasta Ministra del Deporte, sino de las manipulaciones de Panam Sports. O la falta de medicamentos, que se debe, según, el Ministro de Salud, a las presiones de las multinacionales y no al caos en el Invima.
Por otro lado, la metodología de trasladar la responsabilidad tiene un ángulo más siniestro aún. Además de justificar la inacción gubernamental, argumentar que se tiene el gobierno y no el poder sirve para abrir la puerta a la más absoluta arbitrariedad. En esta lógica, si se quiere ser efectivo en el gobierno y realizar los cambios prometidos hay que, primero, desmontar las estructuras de poder que se interponen en el camino, para luego lograr los resultados esperados.
Esto es precisamente lo que estamos viendo en el comienzo de este año: un ataque completo a la institucionalidad democrática, que es, en esta cosmovisión, la manifestación material del poder real.
El desconocimiento intencional de las normas presupuestales, el desprecio por las obligaciones contractuales del Estado, la burla a las decisiones de los órganos de control, la presión injustificada a las altas cortes y el voluntarismo como política pública son todas manifestaciones del mismo fenómeno.
Las leyes, pensarán, son simplemente un estorbo que debe ser ignorado o mutilado para que se pueda realizar el mandato popular. Dinamitadas las columnas de ese poder burgués, podrá entonces el pueblo manifestarse a través de su gobierno -el de Petro, por supuesto- y lograr abrir la senda hacía el progreso.
Parecerá una exageración, pero no nos engañemos: es bueno aceptar de una vez que quienes nos gobiernan en la actualidad no tienen ni la más mínima intención de jugar el partido con las reglas de la democracia liberal que están en nuestra Constitución.