A los políticos les encanta hablar de megaproyectos y a las firmas constructoras les encanta decir que son capaces de hacerlos. De hecho, existe una ley de acero que los describe: “sobrepasados en el tiempo, sobrepasados en el presupuesto, una y otra vez”. Nueve de cada diez proyectos de esta naturaleza no cumplen el presupuesto según un estudio que abarcó los últimos 90 años en 104 países y seis continentes. El Eurotúnel, la Casa de Ópera de Sídney y el Aeropuerto de Berlín, se vienen a la mente, para no hablar del Túnel de la Línea, Hidroituango o del Aeropuerto de Palestina.
¿Por qué? En los años 70 dos psicólogos, Amos Tversky y Daniel Kahneman, publicaron un paper donde explicaban el fenómeno, no en términos jurídicos o económicos, sino en términos de la psiquis humana. En resumidas cuentas, los humanos tenemos una tendencia a subestimar los costos, tiempos y riesgos de nuestras futuras acciones mientras que sobreestimamos los beneficios de las mismas.
Lamentablemente este sofisticado enfoque, ahora validado por la naciente disciplina de la economía conductual, no parece haber permeado los rancios aposentos de algunos abogados administrativistas quienes veneran en el altar del llamado “principio de planeación”, supuestamente una de las estrellas polares de la especialidad.
Es frecuente que invoquen el mantra de la planeación, como un monje medieval invocando cantos gregorianos, para justificar sus posiciones en demandas, contrademandas, denuncias, derechos de petición, aperturas de investigación, pliegos de cargos, sentencias y sendos artículos académicos. El argumento es sencillo y también falaz: si las cosas no salieron como se habían pensado es porque no se habían pensado lo suficiente.
Es siempre muy fácil atribuir un resultado indeseado o inesperado a la falta de previsión del autor. Se supone, según la interpretación administrativista del ordenamiento jurídico, que los seres humanos -en particular si son funcionarios públicos- tienen el don de la omnisciencia, el cual deben plasmar en “matrices de riesgo” que forman parte del ritual sagrado de la planeación. Este ejercicio, además de estar sesgado, como demostraron Tversky y Kahneman, resulta a la vez inocuo y peligroso. Inocuo porque, por definición, resulta imposible conocer lo desconocido-desconocido (el famoso “unknown unknown” de Donald Rumsfled) y peligroso porque se endilgan brutales responsabilidades personales a quienes fallan en este ejercicio de espiritismo en el que han convertido el proceso de planificación.
Un exgobernador de Antioquia ha sido acusado de un delito porque no pudo predecir el precio del dólar, un tesorero de Ecopetrol enfrentó un juicio fiscal porque compró coberturas de petróleo y numerosos directores de crédito público se han visto empapelados porque las tasas suben y bajan. Con esta forma de entender el principio de planeación el Estado colombiano debería contratar a aprendices del Indio Amazónico y no MBAs de universidades gringas para manejar las finanzas públicas.