El auto de la magistrada Julieta Lemaitre donde puso en blanco y negro la extensión de los crímenes de las Farc relacionados con el secuestro es un documento histórico. 21.936 víctimas registradas de las cuales 12% fueron asesinadas o desaparecidas y 5% fueron niños y niñas indefensos.
Con esta decisión, criticada en un principio porque no llamaba las cosas por su nombre, sino que utilizaba el antiséptico mote de “Retención ilegal de personas por parte de las Farc”, la JEP reivindica su existencia. No deja de ser una paradoja que la institución creada para conocer la verdad del conflicto y para castigar a sus responsables hubiera sido tan ácidamente cuestionada por los opositores del acuerdo de paz.
Durante años, los partidarios del No se obsesionaron con la castración de esta corte, considerando que era un mecanismo creado por la guerrilla desmovilizada para asegurar su impunidad y dirigir la culpabilidad de la guerra a los agentes gubernamentales. Esta apreciación siempre fue falsa, producto de la efectiva campaña de marketing dirigida a deslegitimar el acuerdo, como ahora queda demostrado.
Lo cierto es que la JEP asegura una mayor dosis de verdad, reparación y castigo que cualquier otro tribunal de su naturaleza en circunstancias similares. Los que, con cierta justificación, exigen justicia del viejo testamento por los monstruosos crímenes cometidos deben entender que la terminación negociada de una guerra siempre implica algo de impunidad. Esto es especialmente cierto cuando se trata de un conflicto interno.
No es el castigo divino lo que garantiza la no repetición. Fusilar a los responsables o pudrirlos en la cárcel no es una fórmula para evitar que se reanude el ciclo de violencia, como parecen invocar los partidarios del No. Más bien todo lo contrario.
La historia está plagada de ejemplos donde las penas draconianas solo sirven para alimentar resentimientos y odios: Versalles llevó a la Segunda Guerra Mundial, Sedán a la Primera, la reconquista de Murillo a la guerra a muerte de Bolívar, la derrota en La Humareda y la humillación del Partido Liberal a la guerra de los Mil Días. Y, en cambio, también esta plagada de ejemplos contrarios, donde la generosidad con el enemigo garantiza la paz: la reconstrucción de los Estados Unidos después de su guerra civil fue posible porque todos los generales confederados se fueron tranquilos a sus casas, Mac Arthur excluyó del tribunal de Tokio al emperador Hirohito y Adenauer suspendió el proceso de “denazificación” prefiriendo incorporar a la nueva Alemania a los tres millones de nazis que estaban en la calle.
Después de la decisión de la JEP, la furia ahora tiene que ver con la presencia de los comandantes de las Farc en el Congreso. Esto, con razón, asquea a muchos colombianos. Pero recordemos lo que ocurrió en los procesos de paz anteriores. El M-19, el EPL y parte del ELN se desmovilizaron con una amnistía general sin condiciones. Aunque estos procesos son, a todas luces, exitosos, lo cierto es que nos quedamos sin saber cuales fueron los crímenes que sus integrantes cometieron. Ahora que Gustavo Petro se auto designa como adalid de la moral sería bueno saber en cuántos secuestros, robos y asesinatos participó.
En el caso de las Farc el acuerdo fue diferente: ustedes dejan las armas, confiesan sus crímenes, cumplen penas alternativas y pueden continuar en la política por la vía constitucional. Ellos aceptaron, nosotros, aunque sea repugnante, debemos cumplirles.