Ante el bloqueo que persiste en el congreso frente a las inconvenientes contrarreformas propuestas por el presidente, el ejecutivo ha echado mano de la herramienta clásica de los autócratas: el decretazo.
Eso le ha quedado fácil. Colombia es un país donde la potestad reglamentaria del jefe de gobierno es increíblemente amplia, como lo anotó en su momento el comité de gobernanza de la Ocde cuando revisó el tema.
Prácticamente no pasa un día sin que el ejecutivo anuncie un nuevo acto administrativo de alcance normativo general. Es como si hubieran decidido hacer la revolución a punta de decretos, resoluciones y circulares, pasándose por la faja al legislativo y la opinión pública.
Los ejemplos, por supuesto, abundan y no sería el caso entrar a detallarlos. Basta con recordar que la emergencia decretada para La Guajira formaba parte integral de un plan presidencial para visitar cada semana un nuevo departamento del país y decretarlo en estado de excepción.
Así podría Petro implementar su reforma a la salud, la estatización de los servicios públicos, la contratación a dedo, la sustitución forzada de los combustibles fósiles, la reforma agraria y cuanta otra cosa que se le viniese caprichosamente a la cabeza sin necesidad de incomodarse con la división de poderes y la concertación democrática.
Lo que falló no fue la falta de ganas sino la baja por fuego amigo de Laura Sarabia, que según dicen, era el cerebro gris detrás de esta locura.
Pero ahí van, expidiendo normas como si no hubiera un mañana: una resolución ministerial que define a la sabana centro como “zona de producción de alimentos”, obliterando los POT de media docena de municipios; un decreto que establece la expropiación “exprés” de tierras, moliendo de paso el debido proceso; otro decreto que congela las tarifas de peajes, creando un hueco fiscal de $14 billones según Fedesarrollo y así.
La última palabra sobre esta decretatón petrista la tienen las cortes, pero preocupa que las instituciones diseñadas para protegernos de este tipo de abusos no estén a la altura de las circunstancias. Salvo algunas excepciones, como el valiente magistrado Roberto Serrato que paró el golpe del estado a la Creg, uno ve a muchos jueces atónitos con la avalancha normativa, como si fueran venados encandelilladlos por los focos de un carro.
Si las cortes optan en sus decisiones por la línea del medio para no ofender las sensibilidades gubernamentales, como parece que lo hará la Corte Constitucional en el caso de La Guajira, están poniendo en peligro no solo la arquitectura institucional del país sino su misma supervivencia. Para los autócratas la moderación no es una virtud, es una debilidad para ser explotada.
Ojalá después no tengamos que lamentarnos cuando los déspotas en el ejecutivo vean validados en estos fallos babosos su adicción al bolígrafo legislativo. Para ese entonces puede que sea demasiado tarde. No sería la primera vez en que un dictador en potencia engatusa a unos juristas bisoños mientras va armando sigilosamente el patíbulo donde los colgará sin que se den mucha cuenta.