En una reciente intervención ante el congreso de Asofiduciarias una de las personas más cercanas al presidente Gustavo Petro, el señor Jorge Rojas, quien además fuera brevemente su secretario general de la Presidencia, describió a su jefe y colega como un “rebelde”. No como un revolucionario, aclaró, sino como un rebelde.
Esto parece explicar muchas cosas. El revolucionario destruye para construir, el rebelde destruye para destruir. Aunque ninguna de las dos figuras tiene cabida en el marco constitucional colombiano -la democracia liberal que contiene la Constitución del 91 con su fuerte separación de poderes solo permite cambios incrementales, nunca revolucionarios- la segunda alternativa, la de la rebeldía, es todavía más antagónica.
El Estado de derecho es eso: de derecho. Es decir, de leyes. Leyes que aplican a todos por igual, que nos dan derechos y nos generan obligaciones a todos los ciudadanos de la polis. No hay lugar a la rebeldía, o si lo hay es a través de los mecanismos de la democracia: la participación civil, la protesta pacífica, la petición a las autoridades, el derecho a elegir y ser elegido y el proceso consensual de creación normativa.
Petro nunca ha entendido esto. En el fondo, el actual presidente de Colombia sigue siendo el mismo jovenzuelo desadaptado de clase media que le dio por volverse pateta. Como un gato con botas zipaquireño. En Petro todas las rabias y resentimientos que llevaron a una generación de pequeños burgueses a emular al “Che” Guevara perviven, mientras que en la mayoría de sus pares son solo recuerdos de la juventud.
La entrevista reciente con Daniel Coronell deja en claro esta patología, que ya está llegando a niveles de alta gravedad. Cuando se mezcla el delirio de grandeza con la frustración por el fracaso, los resultados son explosivos. Petro aspira a ser líder del mundo cósmico -delirio que sus sicofantes le alimentan-, pero al mismo tiempo sabe que no ha hecho nada. No ha logrado, ni siquiera, destruir con totalidad lo que se había propuesto destruir. El sistema de salud está en cuidados intensivos, pero vivo; Ecopetrol ha sido saqueada, pero sigue funcionando; la reforma pensional probablemente se caerá en la Corte Constitucional y así: es tal mediocridad del régimen petrista que ni en la demolición han sido buenos.
Sería entonces el momento de respirar tranquilos. Se podría pensar, inclusive, que la sacamos barata con este “gobierno del cambio”. Pero sería prematuro. Faltan diez meses donde van a blandir el mazo con más fuerza. Para empezar, pueden ganar las elecciones y asegurar una cierta continuidad. Quién sabe. En todo caso, la destrucción se acelerará. Para cumplir la voluntad del inquilino de la Casa de Nariño el legado serán las ruinas. Hasta el último momento dispararán normas y celebrarán contratos para imponer su anacrónica visión del país.
El costo no importa. Petro ha dicho que su obsesión es trascender, es “ser inolvidable”. Lo será. Solo que lo será por las razones equivocadas: por destruir un país que al final no se quiso doblegar a sus caprichos.