La ofensiva vandálica de los últimos meses en contra de monumentos, estatuas, placas y cualquier otro símbolo del pasado que se perciba como parte de la historia “oficial” del país es fascinante en el sentido en el que un accidente automovilístico es fascinante: el espectáculo resulta horrible, pero nos cuesta trabajo mirar para otro lado.
La primera en caer fue la estatua de Belalcázar en Popayán, derribada por los Misak y desde entonces cualquier efigie de bronce, mármol o hierro con armadura, espada o ropajes de época es objetivo de alto valor en esta cacería de símbolos históricos reminiscente de la Revolución Cultural de Mao; con la “Primera Línea” del paro haciendo las veces de unos Guardias Rojos enrazados con las barras bravas de Millonarios.
Así, este gozque político actúa con la consecuencia propia de su linaje, reemplazando el Libro Rojo con una lata de spray, el uniforme de Mao con la capucha y la estrella roja con un tatuaje de las quince estrellas del cuadro Embajador entre el pulgar y el dedo índice de la mano izquierda. Marx tenía razón: la historia se repite, primero como tragedia y luego como farsa.
Por esto, esta vez, el crimen no ha sido destruir la tumba de Confucio sino atentar contra la memoria del Libertador, bastante apabullada después de veinte años de chavismo. Porque uno hasta podría entender la violencia en contra de los conquistadores, que no es que hubieran llegado a estas tierras propiamente en plan de hacer turismo, aunque es una ironía irresistible que los Misak hubieran defenestrado la estatua de Belalcázar, precisamente la persona que los liberó del yugo de los Incas, imperio al cual le debían tributo pagadero en esclavos. Igual ocurre con las estatuas de los Reyes Católicos, otro blanco enfurecido de los indígenas, quienes parecen ignorar que fueron sus majestades las que promulgaron las leyes de Burgos, las cuales evitaron la extinción completa o casi completa de los nativos en las colonias españolas como si ocurrió en los asentamientos de los brutales colonizadores anglosajones.
Pero volviendo a Bolívar, es realmente inexplicable que el monumento a los Héroes hubiera sido incinerado y desfigurado a punta de grafiti. Por cuenta de Chávez, el Libertador está asociado falsamente a la izquierda radical latinoamericana -o sea que el problema no es de ideología- salvo que el gen dominante del gozque en que se ha convertido la supuesta protesta social sea la anarquía absoluta.
Atribuirles posmodernas resignificaciones identitarias, como suele hacer la intelligentsia local, a estos actos de vandalismo puro es un sinsentido. A estas alturas, cuando llevamos dos meses intentando descifrar qué carajos es lo que quiere la Primera Línea, ya deberíamos saber que en esta movilización no hay nada de político. Todos los parces que bloquean las calles del país son solo el alter ego de Epa Colombia, defecando mientras incumple la orden de un juez que la sancionaba por haber destruido a martillazos una estación de Transmilenio.