La familia de Miguel Uribe Turbay permanece de rodillas en la sala de espera de la Fundación Santa Fe, implorando un milagro. Afuera, Colombia despierta. Los radios crepitan y las redes sociales estallan: el suroccidente del país ha amanecido bajo una ofensiva terrorista sin precedentes.
Cali se ha convertido en un campo de batalla. Tres explosiones sacuden los barrios Meléndez, Manuela Beltrán y Los Mangos. En las vías de acceso a la ciudad aparecen cilindros bomba con propaganda alusiva a las disidencias de las Farc. En Buenaventura, un artefacto explosivo impacta el CAI del sector El Pailón.
A la misma hora detonan carros bomba en Corinto y El Bordo. Se lanzan granadas en Buenos Aires y Timbiquí. En Miranda, Caloto y Villa Rica, estaciones de policía son atacadas con fuego de saturación con armas de infantería ligera. Como golpe final, un dron explosivo es lanzado sobre la cabecera municipal de El Patía: un salto táctico de la insurgencia criminal.
El teatro de operaciones es el triángulo estratégico entre Cali, Buenaventura y el norte del Cauca. Lo que está en juego va más allá del control territorial: se trata de colapsar la última forma institucional que aún resiste la embestida simultánea del crimen organizado, operadores políticos infiltrados y una red de contratistas en las sombras.
Pero la ofensiva no es solo militar. Las disidencias emiten un comunicado adjudicándose los atentados y desplegando una retórica híbrida que combina narrativa revolucionaria con retórica antiimperialista. Denuncian la presencia de “bases extranjeras” y justifican la violencia como respuesta al “paramilitarismo”.
Mientras tanto, las unidades de drones profundizan el terror. Milicianos infiltrados entre la población civil empujan a la comunidad hacia bloqueos. Todo indica que podrían estar preparando secuestros de personal militar. La lógica es clara: transformar el conflicto en una guerra de desgaste político y social, con un componente insurreccional.
El silencio del Gobierno se ha vuelto política pública. El general Federico Mejía, al mando del Comando Específico del Cauca, enfrenta la crisis en soledad. La falta de reacción facilita la consolidación de los grupos armados. Hoy pueden ejecutar ataques coordinados en medio de un intento de magnicidio. El objetivo ya no es la negociación, sino la captura del Estado.
A la par, el Gobierno presiona una consulta popular por encima del orden constitucional, y evade la regla fiscal para emitir deuda pública sin control. Detrás, jugosos contratos: inútiles para el bienestar social, pero eficientes para fortalecer nodos de poder -operadores políticos y clientelas burocráticas funcionales al crimen organizado. Un Estado profundo y paralelo, articulado por redes clientelares de cuello blanco.
Una solución posible: declarar un estado de emergencia. Con urgencia. Para movilizar recursos y atacar las finanzas criminales: oro, contrabando, minería ilegal. Pero, sobre todo, para intervenir la contratación pública en gobernaciones, alcaldías y agencias del Estado. Allí, entre licitaciones opacas, se cocina la verdadera columna vertebral del colapso institucional colombiano.