Muchos colombianos están en pro de la paz, pero de la paz bien hecha, aquella que no permite que se sacrifiquen los principios que nos permiten… vivir en paz. Esos colombianos, que se manifestaron mayoritariamente en contra “los mejores acuerdos“, se preguntan hoy si la manera como se negoció la paz la hace sostenible a largo plazo.
Los factores que hacían fuerte a la guerrilla antes de los acuerdos, siguen presentes y se han fortalecido. Primero, el cultivo de coca está en su punto más alto, gracias a las concesiones que hizo el gobierno Santos durante el proceso de paz. Las más de 220.000 hectáreas cultivadas y no erradicadas, generan ingresos que se utilizan para fortalecer las organizaciones criminales con compras de armas y actividades ilegales. Ese fue el primer pecado del proceso de paz, que no se diseñó para acabar con las fuentes que generaban la guerra sino, más bien, para poder decir que la guerra se había acabado.
Segundo, a pesar de las exigencias de la guerrilla de implementar programas sociales que quedaron establecidas en los acuerdos, el Estado nunca llegó.
Hoy el Catatumbo sigue siendo una región desatendida después del retiro de las Farc, con violencia, guerra, atentados y extorsión. El sur de la costa pacífica está expuesto al mismo problema histórico que lo hizo un bastión de la guerrilla y el Gobierno nunca hizo la presencia para garantizar los derechos de sus habitantes.
La falta de presencia del Estado es solo parte de los conejos del Gobierno al proceso de paz. Una vez firmado el acuerdo y dado el premio Nobel, las asociaciones de víctimas siguen a la espera de la reposición prometida y se alinean hoy, en consecuencia, con los partidos de oposición. Se hace cada vez menos probable que los guerrilleros de la base reciban, de parte del Estado, los apoyos prometidos para dejar de delinquir y cabecillas como el Indio ya amenazan con volver a la ilegalidad. Muy probable es, eso sí, si el proceso se sigue manejando a punta de palabras y no de intervenciones en pro de cumplir lo acordado, que las disidencias de las Farc terminen siendo, como lo afirma un profesor de la Universidad Eafit, los 60 dirigentes de la guerrilla que reciben hoy sueldo y protección del Estado y que podrían, además, terminar con una licencia de la Justicia Especial para la Paz (JEP) para legalizar los recursos provenientes de las actividades ilegales que ejercieron en el pasado.
Por último, como muchos lo habían predicho, el proceso de paz ha estado untado de las prácticas comunes de corrupción en la administración de recursos públicos. La mano derecha de Rafael Pardo, el Alto Consejero para el Posconflicto, que manejaba los recursos aportados por los países amigos y parte del presupuesto de la nación asignado para que los guerrilleros no vuelvan a delinquir, resultó envuelta en un escándalo de corrupción del cual probablemente nunca sepamos el alcance.
Como lo mencionan los defensores acérrimos del proceso de paz, es innegable que las camas del Hospital Militar de Bogotá se encuentran hoy vacías. El proceso de paz, como fue vendido por la administración Santos, es un éxito cuando se analiza desde el corto plazo. La pregunta que surge es si, dado que el Estado no ha enfrentado cabalmente la actividad criminal que sigue existiendo en los territorios y que crece como la hiedra después de los acuerdos, estas camas seguirán vacías cuando la presión de la ilegalidad se haga insostenible y haya que enfrentarla.