El panorama macroeconómico se ensombreció. Hace pocos meses el dólar andaba por los $2.000, las proyecciones de crecimiento coqueteaban con 5% (sin contar el dividendo de la paz y de las carreteras de 4G), el déficit externo no preocupaba porque estaba en buena parte financiado con inversión extranjera directa y el Banco de la República tenía las riendas de la inflación controladas.
En pocos meses el peso perdió 30% del valor, la inflación interanual se trepó por encima del rango meta, y crecer 3% luce optimista. El déficit externo aumentará por la caída en el precio del petróleo y la inversión extranjera ya no lo financiará como antes: buena parte de esa inversión iba al sector minero y sus planes se evaporaron con el precio del crudo. Y el gobierno atraviesa una situación fiscal compleja pues aún no se ha ajustado estructuralmente a los menores ingresos mineros. Un coctel difícil de pasar.
Para el mediano plazo hay que ajustar los gastos o impuestos a la nueva realidad petrolera y bajarse del espejismo de periodos de crecimiento por encima de 5%. En donde está el verdadero peligro es en la transición hacia ese nuevo mundo. Si nos movemos mal habrá más lágrimas de las que muchos prevén. Y en ese frente hay varias señales de alarma con las que hay que lidiar rápidamente.
La primera tiene que ver con la tasa de cambio. Las autoridades han dicho, y con algo de razón, que hay que dejar que la tasa de cambio cumpla su función de colchón y absorba las ondas de los golpes recientes. Sin embargo, una depreciación súbita de 30% puede ser fuente de males mayores. Por ejemplo, la deuda del sector privado de corto plazo asciende a US$12.000 millones. Ese saldo en pesos ha saltado en más de $7 billones con la devaluación reciente. Tal salto sobre el colchón cambiario podría estropear importantes resortes de la economía.
La segunda inquietud son las señales que ha enviado el Banco Central. Algunos de sus miembros han mencionado la posibilidad de subir tasas para lidiar con el déficit externo y frenar la inflación si sus expectativas suben. No luce muy apropiado subir tasas ante panoramas sombríos, tan sombríos como los que se están viendo.
¿Qué hacer? La preocupación inflacionaria tiene una solución simple que de paso sacaría al gobierno de otros apuros en su gobernabilidad: una reducción significativa en el precio de la gasolina. La razón por la que el gobierno no nos ha traspasado una mayor parte de los bajos precios mundiales del petróleo es puramente fiscal; bajarla descuaderna más las cuentas. Ahí es donde entra el Banrep. Aprovechando la armonía fiscal con la monetaria, se puede pensar en una estrategia a tres bandas. Tras la primera banda que corresponde a una reducción significativa en el precio de los combustibles, en la segunda banda el Emisor vende reservas internacionales.
Las que acumuló el año pasado suman algo más de US$4.000 millones que fueron adquiridos a un precio promedio de $2.000 por dólar. Si las vende a $2.600 en promedio, las utilidades del Emisor crecerán en cerca de $2,5 billones. Así, el gobierno empuja la inflación para abajo y el Banrep llena el hueco fiscal que abre dicho empujón y frena la devaluación. Aclaro que vender reservas internacionales no es exótico. De hecho, la mayoría de los países productores de petróleo lo han hecho en esta coyuntura para suavizar el ajuste de la demanda interna y de las monedas domésticas.
Y si el impulso de la reducción en precios de la gasolina es suficientemente generoso, se abrirá espacio para la tercera banda: reducir tasas de intervención, la política que corresponde a tiempos tan sombríos.