Luce difícil la coyuntura en el frente económico. A pesar de eso, las autoridades del ramo han mantenido en Colombia un discurso, al menos de dientes para afuera, de optimismo sereno, de tranquilidad. Señalan una y otra vez que estamos mucho mejor que los vecinos, que somos la estrella de la región, que la flotación cambiaria, la independencia del Banco Central y la regla fiscal constituyen estupendas barricadas para protegernos de las emboscadas económicas. Tienen razón, pero eso no quiere decir que seamos inmunes a los malos tiempos ni riñe con que ahora salgan a flote disyuntivas que en la bonanza habíamos escondido bajo el tapete y desajustes que mirábamos de reojo. Ojalá de dientes para adentro las autoridades estén contemplando seriamente escenarios menos halagadores y las posibles respuestas a los mismos. Es probable que pronto deban desenfundarlas. Va un recuento de lo que podría ocurrir en un escenario de pesimismo moderado:
La nube más obvia es la petrolera. Tras una década con precios por barril rondando los 100 dólares, en pocos meses hemos presenciado su desplome a niveles cercanos a 40 dólares. Es posible que los precios bajos se mantengan: la gran oferta de petróleo deshizo el poder del cartel de la Opep y ha vuelto plausible que el mercado se parezca a uno de competencia perfecta donde los precios se acercan a los costos marginales de producción. Para el caso de las tecnologías costosas éstos rondan los 50 dólares por barril, que podrían ser por tanto el nuevo techo del precio del petróleo. Dado que cerca de la quinta parte de los ingresos del Estado dependen del petróleo y que hasta hace poco el marco fiscal de mediano plazo suponía precios rondando los 100 dólares, tenemos un evidente hueco fiscal con visos estructurales que haría inaplazable la toma de decisiones difíciles por el lado del gasto, impuestos y privatizaciones.
A la par con la caída de los precios del crudo, la bolsa colombiana ha perdido 20% de su valor en menos de seis meses y esa caída en la riqueza de los hogares tendría repercusiones sobre el consumo. La depreciación que por ahora ya supera el 20% frenará los planes de inversión que dependían de equipos de capital importado y enfriará el mercado automotriz. La devaluación de la tasa de cambio real implicaría una caída relativa en los precios de los bienes no transables. En plata blanca, el sector de la construcción y el de créditos hipotecarios no podrían contar con el impulso de años recientes. Si el precio de la vivienda no solo cae en relación a los transables sino en términos absolutos, empezaría a haber una presión sobre la calidad de la cartera hipotecaria frenando nuevos desembolsos y deteriorando la solidez bancaria.
Al rescate de la economía no podría salir el gobierno que tendrá las manos atadas por la precaria posición fiscal. El Banco Central estaría a cargo de inflar las flácidas velas de la economía pero sus pulmones estarían restringidos por los efectos de la coyuntura sobre los precios de los bienes transables, pues cerrar la brecha del sector externo requeriría un salto relevante adicional en nuestra tasa de cambio. En resumen, una economía con muchas pesas de plomo y pocos flotadores.
Las autoridades económicas deberían estar pensando con juicio en un escenario como este, moderadamente pesimista. Si se materializa habría que desenfundar un sinfín de acciones que más vale tener preparadas. Como todos los ajustes a la baja, se requerirá valor y firmeza (y actuar sin cálculos políticos de cara al 2018). De poco consuelo serviría saber que hay otros a los que les va peor y que aquí no hay filas para conseguir un tarro de leche.