La dignidad del trabajo
Más allá de recibir un sueldo por sus actividades, que es importante, todas las personas esperan ser valorada en su empresa, en la comunidad, sentir que es un ciudadano que contribuye a la sociedad, y eso todavía no lo hemos entendido. No se trata de cubrir vacantes laborales, sino darle valor y dignidad a ese espacio creado, forjar un compromiso recíproco de buena voluntad, un gana-gana de rentabilidad económica, bienestar social y tranquilidad personal.
Muchos trabajadores con preparación básica, sea por su oficio o estrato social, se sienten ajenos, aislados, no solo porque sienten que su presencia tiene apenas algún valor dentro de la cadena productiva y ninguna como ser humano, sino porque consideran que se desprecia su trabajo, se ignora su presencia, sus ideas y sus necesidades.
Dar empoderamiento a los trabajadores y hacerles sentir que son importantes, le permitió al expresidente Trump ganar tantos adeptos, aunque manipulados hacia la rabia, el resentimiento, con repudio hacia la supuesta indiferencia de quienes sacan pecho para presumir su éxito sin que se dignen a interesarse por la colectividad.
Poco podemos hacer hoy para transformar la ecuación enquistada en las sociedades del mundo occidental, en la que el éxito y el reconocimiento dependen del mérito, sin tener en cuenta las condiciones de vida, y que este se define por la ascensión social y por todo aquello que hace la vida más confortable.
Lo que sí podemos es dar unos pasos, como reconocer la dignidad de cualquier actividad, enaltecer todos los esfuerzos en las actividades humanas, ojalá primero las de los más humildes que trabajan en aquellas labores necesarias para todos, pero que ganan menos y sufren más.
Nos parece apenas obvio que la sofisticación personal prime sobre el trabajo duro, como el del recolector de basuras o el servicio doméstico, sin valorar siquiera la dignidad de su ser, ni su importancia para la armonía social. Y eso va a ser difícil de cambiar, al menos por ahora, aunque sí creo que es hora de valorar mejor cualquier oficio y reinventar los códigos sobre el respeto y la dignidad.
Ya me había referido en esta columna a las reflexiones que plantea el filósofo estadounidense Michael Sandel en su libro La tiranía del mérito y a cómo la ascensión social es el modelo para la medición del éxito, del valor dado la reputación personal, mientras se desprecian los empleos básicos, que entre más precarios en la compensación son más duros y despreciados.
Valdría la pena, como menciona Sandel, imprimirle más humildad al género humano, apreciar con similar simpatía todos los oficios que contribuyen al equilibrio social, procurar mayor equidad que, como lo intenta demostrar el autor, no es simplemente tener los mismos derechos, sino que todos podamos tener acceso a similares oportunidades y se valoren las opciones de cada quien.
La felicidad individual no requiere únicamente que los hombres tengan la libertad de ascender al confort, también exige que sean capaces de llevar una vida de dignidad y cultura, tanto si ascienden como si no.
Y en un país tan inequitativo como el nuestro, en momentos en que nuestra sociedad se replantea nuevos desafíos de inclusión, incorporar en nuestro debate político estas reflexiones de Sandel podrían ayudarnos a construir un mejor futuro para todos.