Analistas 19/08/2021

La minería dorada: la lotería que no fue

Maria Elisa Arango Londoño
Abogada Universidad de Los Andes, LL.M. de Harvard University

Sabios, filósofos y estadistas han reiterado durante siglos: conocer la historia es esencial para no repetir los errores. Cuestionar las políticas públicas y económicas impulsadas por industrias o intereses extranjeros no es asunto de ideología política, sino una responsabilidad soberana y ciudadana.

En 2001 expedimos un Código de Minas que contraviene la Constitución, a la medida de las multinacionales y sin considerar la realidad y potencialidad de los territorios. El grueso de la minería quedó en manos de las mismas multinacionales envueltas en escándalos de ferias de títulos, piñatas mineras, puertas giratorias y, al parecer, consiguieron engavetar o archivar las principales investigaciones.

¿Por qué permitimos la indebida intromisión de las multinacionales extranjeras en las ramas del poder, con cuantiosos aportes a partidos políticos, deducibles de su renta? Lejos de promover la democracia como pregonan, sus donaciones a los partidos en la coalición de poder de turno coinciden con micos mineros en planes de desarrollo (Ej. PND 2014-2018, Art. 27), decretos a la medida, reformas contractuales contrarias al espíritu normativo, y hasta obras viales para los proyectos mineros con cargo de valorización a costa de las comunidades. Es una aberración permitirle a una empresa cualquiera, peor aún, a una multinacional extranjera, financiar los estudios que determinarán las regulaciones del suelo del municipio en el que opera, a través de convenios de cooperación. Es antiético que una multinacional minera, sin licencia para operar, compre a la alcaldía de turno, con ayudas sociales a cambio de que la administración promocione su proyecto ante la comunidad. Los viajes al extranjero y los artículos tecnológicos para los funcionarios públicos que presiden o regulan la administración local, patrocinados por la minera interesada en sus decisiones, también generan conflictos de interés. No podemos continuar siendo cómplices silenciosos frente a la violación al principio de soberanía y autodeterminación de los pueblos. La inequidad e injusticias, los dramas sociales y el caos ambiental generados no dan espera.

El escandaloso libro The World For Sale, reporta la confesión de Paul Wyler, un ex alto ejecutivo de Glencore, sobre la corrupción endémica en la extracción y el comercio internacional de commodities agotables, relatando viajes por el mundo hace más de 20 años con maletas de efectivo (usualmente 500 mil libras esterlinas) para funcionarios e instituciones a cambio de autorizaciones de proyectos, y se contabilizaban como “comisiones”, que además de “legales”, se deducían de impuestos, y podían excluirse del reporte anual. Probablemente hoy no se repartan burdas maletas de billetes, y la indebida injerencia de las multinacionales sea más decorosa, a través de alianzas, “donaciones institucionales”, y contrataciones estratégicas con parentela política, pero su incidencia en el quehacer de la política nacional, regional y local pareciera continuar.

En el afán por subastar los cinturones de oro y corredores de cobre del país, las carteras mineras nacional y delegada, en el caso antioqueño, no están dimensionando las consecuencias. Olvidamos que estos cinturones y corredores de promesas doradas, se encuentran en el corazón del ecosistema en riesgo más biodiverso del planeta, los Andes Tropicales, y de cuyos servicios depende el 78% de la población colombiana. Las cuencas que nacen en estas majestuosas montañas son las arterias fluviales de las que depende económicamente nuestro país y la calidad de vida de todos los que habitan allí. En el camino, perdimos de vista al agro, eje fundamental de la economía, forma de vida campesina, y la única garantía de sostenibilidad alimentaria del país. Sin tejido social, patrimonio cultural, paisajes y biodiversidad, no habrá turismo en la ruralidad. Todo no cabe en un mismo lugar.

Hemos ido perdiendo esa biodiversidad que nos hace extraordinarios e incentivado la deforestación con políticas que poco diferencian el bosque milenario, denso y biodiverso, del parche aislado y recién sembrado. Según el Programa Ambiental de Naciones Unidas (UNEP), fuimos el país que más agotó su capital natural entre 2014-2018. Las generaciones futuras no heredarán los incrementos nominales o temporales del PIB anual, sino el nivel de riqueza incluyente del país, sostenible en el tiempo.

No es factible que la minería metálica nos conduzca hacia la reactivación anhelada. Según la plataforma electrónica minera oficial, la amenaza minera “legal” en Colombia cubre más de 375.000 kilómetros cuadrados, casi un tercio del país (títulos mineros, zonas mineras étnicas, solicitudes mineras, procesos de legalización y áreas estratégicas mineras). Todo esto, para una actividad que escasamente aporta en promedio de los últimos cinco años 1,6% del PIB nacional (DANE, 2021). El caso Antioqueño es crítico como segundo departamento en importancia económica y en biodiversidad del país a pesar de haber perdido más del 80% de sus bosques: la amenaza minera legal se extiende por más del 55% de su territorio, y aporta menos del 2% de su PIB departamental (DANE). Adicionalmente, conforme al Atlas de Riesgo publicado por la Unidad Nacional de Gestión de Riesgo de Desastres en 2018, Antioquia tiene el factor multi-amenaza más alto del país en términos monetarios, con pérdidas anuales esperadas por más de $1,6 billones. Asimismo, atraviesa un “estado de emergencia climática” y es el departamento con mayor incidencia de colapsos mineros del país.

Según Guillermo Rudas, en su análisis para el Foro Nacional Ambiental y la Cátedra TSE, con base en los datos del Dane, el aporte de todos los minerales metálicos al valor agregado del PIB es de 0,31% a 2019, una veinteava parte del aporte del sector agropecuario y una treintaiochoava parte del sector manufacturero:

En contraste con el sector petrolero (Ecopetrol), el Estado no participa de la actividad minero-metálica, y sus dividendos no lo benefician. Las tasas de regalías del oro y cobre vigentes son legados coloniales, y netas, representan apenas el 3,2% y 4,0%, respectivamente, menos de la mitad de la tasa del carbón a gran escala. Las minas de oro, cobre y platino han dejado más sangre, lágrimas, deforestación y contaminación, que recursos económicos o progreso para las comunidades rurales.

Existe un abismo entre la promesa y el recaudo minero. Se distorsionan los informes del ingreso, mezclándolo con Ecopetrol, cuando sus realidades y regímenes jurídicos y tributarios son diferentes. En las primeras dos décadas de este milenio, las devoluciones al sector minero a través de descuentos, deducciones, elusiones y/o evasiones, representaron más dinero que todo su aporte de regalías conjuntamente considerado (132% entre 2000-2010, y 96% entre 2010-2020, en el caso de minería de metálicos).

Entre 1916-1925 el Chocó fue líder en producción mundial de platino en pleno auge, sin que el país o el departamento recibieran regalía alguna. ¿Hemos progresado suficiente desde entonces, o seguimos ahondando la distancia entre regiones explotadas y Nación centralizada? Pareciera que a las multinacionales les resulta rentable limitar la institucionalidad y fiscalización mineras. Las recientes imputaciones de la Contraloría General de la República (CGR) dan cuenta de cómo mineras anglo-australianas y canadienses exportadoras de concentrados polimetálicos de ferroníquel y cobre, sub-reportaron o dejaron de pagar regalías por la realidad mineral de sus concentrados, entre otras irregularidades, con presuntos desfalcos de $619.000 millones y cerca de $22.000 millones, respectivamente. Nos hemos concentrado más en adjudicar y otorgar permiso que en gestionar debidamente los contratos y recaudar lo que corresponde, según confirman los informes de auditoría de la propia Contraloría. ¿Por qué otorgar gabelas tributarias en el estatuto minero? ¿Por qué subsidiar a los mineros extranjeros que controlan el 70% de esta industria? La Dian reporta que las sociedades mineras se llevaron cerca de un tercio de los descuentos tributarios de personas jurídicas del sector privado en 2018 (sin Ecopetrol).

Proyectar el crecimiento del país a partir de la minería, contabilizando únicamente los ingresos, sin tener en cuenta su naturaleza agotable, costos, externalidades y contingencias, equivale a maquillar el balance económico presente y futuro de Colombia.

Los municipios con extracción aurífera registran mayores necesidades básicas insatisfechas, violencia, miseria y mortalidad infantil que sus pares departamentales sin oro (CNR, 2013). Salvo el caso de canteras para construcción (que sí tiene casos de éxito), la mayor incidencia porcentual del sector minero general en el PIB departamental, tampoco se traduce en más progreso (ej. Guajira y Chocó). El Carmen de Atrato, con la principal multinacional cuprífera del país, registra pobreza multidimensional superior que el promedio del Chocó (Dane, 2018). En Antioquia, las comparaciones entre los municipios agro-turísticos del Suroeste y mineros del Noroeste, Nordeste y Bajo Cauca, demuestran que, la agricultura, el legado cafetero, el patrimonio y los paisajes culturales han garantizado condiciones de vida más dignas a sus habitantes, y los metales dorados, en lugar del desarrollo prometido, se han traducido en un fracaso social, económico y ambiental para los municipios explotados.

En 2013, el Informe sobre Minería en Colombia de la CGR reportó que el 87% del desplazamiento forzado y la mayoría de las violaciones de DDHH se registraron en zonas receptoras de regalías mineras. En 2015, la Ocde subrayó en su Informe Ambiental de Colombia la falta de coherencia entre las políticas económicas y ambientales del país, advirtiendo que el desarrollo sostenible, a partir de la minería, es inviable con la regulación minero-ambiental vigente. La ausencia de licencia ambiental o social para explorar minerales, de normativa estricta, sanciones disuasivas y fiscalización minera y ambiental efectiva, incentiva comportamientos irresponsables, según la entidad. La carencia de línea base ambiental integral (especialmente en cantidad y calidad de aguas superficiales y subterráneas, de biodiversidad y conectividad), de un monitoreo o análisis acumulativo, expone al país a perder más de lo que gana, con daños irreversibles y sin posibilidad de reclamación o compensación justa.
Los costos de la improvisación, la exclusión y el abuso a las comunidades y al medio ambiente no los asumen las multinacionales, los costeamos los colombianos. El país enfrenta controversias cuantiosas con el sector minero. A septiembre de 2019: 8.313 procesos judiciales por más de $84,6 billones, 21 procesos arbitrales nacionales por $347.000 millones, y cinco procesos arbitrales internacionales por más de US$1.810 millones. Estas cifras superan con creces las proyecciones de impuestos y regalías más amañadas. Gran parte de estas contingencias se relacionan con conflictividad socioambiental, según la Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado.

El pasivo ambiental y social del sector minero en Colombia y en el planeta tumba el velo de inocencia de las multinacionales incluso en las economías más avanzadas. Más de 500.000 minas abandonadas en EE.UU. exigen rehabilitación y limpieza de suelos valoradas en US$54.000 millones a cargo de los contribuyentes norteamericanos. La quinta parte de los suelos agrícolas chinos está contaminada con metales pesados que exceden los límites legales y productos como el arroz presentan niveles temibles de cancerígenos. A 2016 se había prohibido la agricultura indefinidamente en 3,3 millones de hectáreas de tierra contaminada y se estimó que rehabilitarlas podría costarles a los chinos más de 5 billones de yuanes (US$750.000 millones de la época). Solo en uno de los estados mineros de Canadá, British Columbia, hay CAD$1,2 mil millones de dólares canadienses a cargo de los contribuyentes por pasivos ambientales mineros. El calificativo que nos da la industria minera como uno de los países más amigables con el sector extractivo, no es motivo de orgullo, sino de alarma.

El mundo cambió. El planeta es mucho más frágil de lo que pensábamos; el desarrollo no puede promoverse a costa de su destrucción. Colombia tiene más de la mitad de los páramos y la sexta reserva hídrica de agua potable del mundo. Somos el país más densamente biodiverso del planeta y nuestra diversidad cultural es además patrimonio de la humanidad. La apuesta estratégica del país debería fortalecer nuestros factores diferenciadores y ventajas competitivas, como el turismo ecológico, los bonos de carbono y la economía naranja. La apuesta necesariamente exige proteger y promover el paisaje y la cultura cafetera, siendo esta la marca más valiosa del país, y el café, el mayor multiplicador de riqueza en el campo colombiano, según el Banco de la República.

Estamos a tiempo de corregir el rumbo y detener un suicidio social, ambiental y económico que solo desatará más conflictos.

El Estado tiene el derecho y sus servidores el deber jurídico de negar licencias ambientales cuando así lo exigen las circunstancias. Archivar las solicitudes de licencia, en lugar de negarlas, solo aplaza y agranda el problema. Usualmente, los contratos mineros colombianos dejan desprotegido al Estado en muchos aspectos y exigen poco para la etapa exploratoria, no obstante, condicionan el derecho a explotar los recursos hallados a la obtención de licencias ambientales y la aprobación de planes de trabajos y obras por parte de las autoridades competentes. Sin ellos, el solicitante no tiene un derecho consolidado para explotar, y no hay lugar a indemnización, frente a una negativa debidamente fundamentada. El principio de precaución ambiental no es decorativo, y el análisis costo-beneficio no puede ser una simulación financiera caprichosa del solicitante.

Es hora de reformar este arcaico sistema de revisión gravemente expuesto a la corrupción, según Transparencia por Colombia. Garanticemos la participación efectiva de las comunidades desde el comienzo y sancionemos los engaños y las falsas promesas mineras. No admitamos más exploraciones sin licencia ambiental y social previa, y sin línea base ambiental que nos permita contrastar, y proteger efectivamente los derechos de las comunidades y el patrimonio de los colombianos. No consintamos estudios de impacto ambiental mediocres, engañosos, parcializados, o excluyentes, protegiendo a la parte interesada o agilizando los tiempos. Esos riesgos, costos y pasivos ocultos, los asumimos en gran parte los colombianos. Las históricas tragedias ambientales de escombreras mineras en Brasil no hacían parte de las matrices de riesgos. Exijamos responsabilidad penal en cabeza de quienes elaboran y suscriben los estudios solicitantes, para que deje de existir la tentación de ajustar la viabilidad de los proyectos mineros, a las necesidades de los clientes, en lugar de las realidades territoriales. Las licencias ambientales y los planes de trabajos y obras no pueden seguir siendo analizados como proyectos fragmentados sin considerar los impactos acumulativos e inter-sectoriales y las variables climáticas.

La “locomotora minera” concebida como está ha sido, es, y seguirá siendo la locomotora del fracaso.

El Estado tiene la responsabilidad de priorizar los derechos de los colombianos sobre los intereses de los extranjeros. Este Gobierno tiene la oportunidad única de frenar y revaluar una política minera irracional y económicamente ineficiente. Puede demostrar que la institucionalidad no ha sido minada y las comunidades no tienen que recurrir a la violencia para ser escuchadas.
Ampliar la frontera minera, en lugares con vocación sociológica, económica y ambientalmente diferentes, no tiene sentido. Basta una mirada a las cicatrices que la megaminería ha dejado en el planeta para imaginar lo que sucedería en nuestro ecosistema tropical con la desenfrenada agenda minera pretendida. No nos dejemos deslumbrar por cifras amañadas y fantasías publicitarias alejadas de la realidad. La lotería de la “minería dorada” es una ficción en nuestro país. Hagamos uso de las herramientas jurídicas y políticas que tenemos para proteger y defender el patrimonio y los bienes de interés colectivo, garantizando formas de vida sostenibles presentes y futuras en Colombia.

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