Asonadas: la autoridad secuestrada
Que un soldado armado, entrenado y uniformado termine reducido, despojado de su fusil y secuestrado por la misma comunidad a la que juró proteger es, sencillamente, la radiografía del colapso del Estado en las regiones. Todos son señales de que la autoridad ya no está en manos del Gobierno, sino de los grupos ilegales que dictan la ley del miedo.
Es difícil escribirlo, pero hay que reconocerlo, allí donde se producen las asonadas, la autoridad ya no la ejerce el Estado, la ejercen las disidencias, el ELN, las mafias, los herederos de la guerra. Los ciudadanos, atemorizados y sometidos, saben perfectamente quién manda en sus veredas y pueblos, y por eso obedecen cuando los convocan.
En esas escenas se resume la degradación de un conflicto que parece entrar en su última etapa: la de la pérdida no solo del control territorial, sino del honor de la Fuerza Pública. Soldados que deberían representar la autoridad legítima terminan convertidos en rehenes, no porque los ciudadanos confíen más en los ilegales, sino porque saben que su supervivencia depende de acatar lo que ellos dicten.
Por si fuera poco, quienes se juegan la vida en los territorios sienten que no solo están desprotegidos en el monte, sino también en los estrados judiciales. Cada acción en defensa propia, cada intento de ejercer autoridad, es escrutado con la lupa de la sospecha. En lugar de un respaldo sólido, encuentran estigmatización y procesos. La paradoja es cruel: los militares que caen en emboscadas y son desarmados públicamente son al mismo tiempo los que deben cuidar cada paso, no de los ilegales, sino de un Estado que parece darles la espalda.
Lo que muestran las asonadas son el síntoma más claro de un Estado en jaque. No hay estrategia ni mando coherente; la política de seguridad se diluye entre discursos y órdenes contradictorias, mientras en terreno manda la intimidación de los grupos armados. La instrumentalización de civiles como escudos humanos es la evidencia más brutal de esa pérdida de autoridad. En el tablero de la guerra, los violentos han logrado que la misma población, que debería confiar en sus Fuerzas Armadas, se convierta en los grandes actores que escalen su propio sometimiento.
La consecuencia es devastadora: no solo se pierde control territorial, se pierde también el respeto. Un soldado reducido y vejado frente a las cámaras no es solo un joven humillado; es el reflejo de un país que está dejando que su ejército sea despojado de su honor. Si la autoridad legítima no se respeta, la que queda en pie es la del miedo y la de las armas ilegales. Y esa, ya lo sabemos, solo trae más sometimiento y más violencia.
En medio de esta tormenta, el Presidente anuncia que “la orden es liberar el territorio de las mafias”. Pero esa orden suena vacía si no viene acompañada de un plan real, de una estrategia clara, de una voluntad política que respalde de verdad a los hombres y mujeres que se ponen el uniforme. Porque hoy, más que nunca, ellos sienten que caminan solos: sin Estado en la vereda, sin justicia que los proteja, sin reconocimiento que dignifique su sacrificio.
Si los militares terminan humillados, desarmados y sin respaldo, la guerra no se siente en curso: la guerra se siente perdida.