Soy mamá primeriza. De una generación que tiene que trabajar y mantener las tareas del hogar; de las que pretende mantener la vida social, viajar con su bebé a cuestas, salir de compras llevando un coche por delante; de las que trasnocha viendo una serie de Netflix, madruga escuchando radio y entre siesta y siesta lee la prensa, escribe en Twitter, revisa Instagram y cada día aprende una nueva canción infantil. Soy una mamá que se agobia por la lactancia, que sufre si su bebé muestra algún síntoma que no sabe leer, que se asusta con el simple hecho de que su hija no coma a la hora que es. Soy una mamá convencida de que mi hija es lo más maravilloso que me ha pasado, pero también que se confunde, que no tiene respuestas, que a veces no logra consolar el llanto de su bebé y termina también con lágrimas; soy de las que se inventa historias y canciones para dedicarle y de las que a veces se queda en blanco porque siente que ya se acabó su inspiración. Soy mamá de las que descubrió que ser mamá es muy difícil y entendió que es más fácil cuando hablamos de ser papás.
Y es que, en todo este proceso de aprendizaje, si hay algo que tengo que agradecer es que mi esposo pueda estar conmigo, pueda estar ahí para mi hija y pueda estar ahí para mí. No con el tiempo y la energía que le sobra tras una jornada laboral, sino con la disposición, la voluntad y la paciencia que necesita un nuevo ser. Dicho todo esto no imagino como hacían las familias antes de “la ley María”, que, promovida por Juan Lozano, abrió la puerta para que los papás también tuvieran derecho a una licencia.
Son tan solo ocho días, muy corta aún, pero es mejor que tener que acompañar toda una noche a su esposa en un trabajo de parto para al día siguiente llenar la silla de una oficina. Poder estar ahí en esos primeros días que son tan intensos y demandantes puede hacer familias más estructuradas, más unidas y más armónicas. Por eso en buena hora el Congreso amplió esa licencia: ahora serán dos semanas que se extenderán hasta llegar a cinco.
Un paso muy importante porque, claro, los pequeños necesitan a su mamá, pero también necesitan de su papá. Aunque por una razón biológica los hombres no pueden lactar a sus hijos, esa no debe ser la razón, o mejor la excusa, para que la crianza recaiga enteramente en la mujer. Hay muchas cosas por delante en ese crecer y definitivamente la tarea que no puede ser remplazada por nada es la de dar amor 24 horas al día a un ser que depende enteramente de dos que un día lo concibieron.
Algunos se oponían al proyecto, haciendo el cálculo de que podría promover el desempleo. Nada más falso: si hay un puesto de trabajo que ocupar, alguien tendrá que ocuparlo. Una compañía no dejará una vacante libre si se trata de una tarea vigente en la cadena productiva. En cambio, la ahora ley, sí permitirá reducir la discriminación solapada que había cuando se trataba de elegir entre un hombre y una mujer con las mismas capacidades. Tampoco se podrá argumentar que bajará la productividad por la ausencia de un empleado algunas semanas. Tengan por seguro que, si bien en cualquier compañía la presencia de un hombre o una mujer es muy importante, no hay nada más rentable que la felicidad y nada más poderoso para garantizar una sociedad feliz que invertir tiempo en la familia.