Analistas

Innovar, destruir y crecer: la fórmula aún lejana

Marta Juanita Villaveces Niño

El Nobel de Economía para Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt reconoce ideas ampliamente debatidas en la disciplina: la innovación, el conocimiento y la destrucción creativa como motores del crecimiento. Pero sus propuestas, tan persuasivas en la teoría, parecen describir sobre todo a los países que ya crecieron, donde las condiciones para innovar y competir se consolidaron hace tiempo. Desde aquí, esa distancia sigue pesando: entender el camino no siempre implica poder recorrerlo.

Mokyr ha mostrado que el desarrollo europeo no fue un azar tecnológico, sino una transformación cultural: el surgimiento de una cultura del conocimiento donde la curiosidad dejó de ser sospechosa y el saber empezó a circular entre artesanos, científicos y comerciantes. Pero trasladar esa experiencia histórica -la europea, en un momento de apertura intelectual y competencia entre ideas- a un modelo universal resulta difícil. Crear hoy una “cultura del conocimiento” como prerrequisito del crecimiento económico es una tarea compleja en contextos distintos.

Aghion y Howitt, por su parte, demostraron que el crecimiento sostenido proviene de la destrucción creativa: nuevas ideas reemplazan las viejas y nuevas empresas desplazan a las ineficientes, siempre que existan instituciones que respalden ese dinamismo -competencia, apertura e incentivos al riesgo-. En su visión, las economías de ingreso medio, como la colombiana, deben pasar de imitar a innovar, de adaptar conocimiento a crearlo.

Estas perspectivas ofrecen lecciones útiles, pero también limitaciones para países como Colombia. Llevamos dos siglos intentando adaptar esos ideales -la competencia y el conocimiento como motores del desarrollo- sin traducirlos en un crecimiento capaz de reducir la brecha con las economías avanzadas. El problema no es haber ignorado esas recetas, sino aplicarlas sin transformar los cimientos institucionales y culturales que las hacen posibles.

La innovación florece solo cuando existen instituciones sólidas, confianza social y una cultura de experimentación. En un país dominado por la informalidad y un tejido empresarial compuesto en su mayoría por las Mipyme, esos facilitadores endógenos siguen ausentes. Si la innovación depende del esfuerzo individual, los avances son esporádicos y difíciles de escalar. Si es una apuesta de política pública, requiere recursos reales y continuidad, no discursos sin respaldo.

Más allá de los determinantes económicos, el mensaje de los tres Nobel es también político. Si la libertad intelectual y la competencia son condiciones del crecimiento, propiciarlas depende, ante todo, de la política: de las decisiones que definen qué se incentiva, qué se regula y qué se protege.

Ese respaldo a la competencia y al conocimiento refleja una historia convertida en modelo global. La frontera entre quienes innovan y quienes los siguen se mueve constantemente, redefiniendo quién va adelante. Desde este lado del mundo, alcanzarla se parece a una carrera desigual que amplía la brecha en lugar de cerrarla.

Pensar nuestro crecimiento, desde esta sociedad situada, es reconocer que las fórmulas universales solo cobran sentido cuando se traducen en capacidades reales.

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