El pragmatismo de la sostenibilidad
El exceso de idealismo en el cambio social siempre me ha parecido contraproducente. Los discursos fundacionales, la embriaguez ideológica y la señalización de virtud son inútiles a la hora de luchar contra el cambio climático. La revolución verde, sin algo de pragmatismo, está destinada a ser poco más que una colección de arengas efectistas.
La transición energética cuesta y la sociedad tiene elecciones duras que hacer en el camino. Si vamos a tocar el freno en la reducción de pobreza para hacerle frente al cambio climático, lo primero que toca hacer es ser honestos. Hacer explícitos los costos no es bonito, tampoco genera aplausos en la vanidad de los virtuosos, pero es el primer paso para tener acuerdos reales en la sociedad. El pacto global para salvar el planeta no puede depender de almuerzos gratis.
Lo cierto es que el bienestar que disfrutamos hoy en día tiene impactos significativos en el medio ambiente: la comida, la vivienda, el combustible son algunos ejemplos. La minería necesaria para el celular con el que están leyendo esta columna, el petróleo necesario para volar a la conferencia de inversión responsable y el transporte que nos trajo a la puerta de la casa la ropa que hoy tenemos puesta. Todas estas actividades son desarrolladas por empresas que contaminan no por gusto, ni por capricho, sino como consecuencia secundaria buscando satisfacernos a los consumidores con productos de calidad, a buen precio y en la puerta de nuestra casa.
A las empresas con mayor impacto se les llama “Brown companies”, o empresas “cafés”, mientras que las empresas “verdes” son las que contaminan poco, usualmente las empresas de servicios. Algunos de los entusiastas de la inversión sostenible señalan que para salvar el planeta se necesita desinvertir en las cafés e invertir en las verdes, de tal forma que el costo del capital aumenta para las primeras, y se abarata para las segundas.
Lógica aparentemente razonable, pero equivocada.
La investigación “inversión sostenible contraproducente” de la profesora Kelly Shue de Yale es ilustrativa. El argumento es simple: una empresa de software prácticamente no contamina nada como porcentaje de las emisiones totales, un banco tampoco y una firma de abogados menos. Uno puede invertir todo lo que quiera en estas empresas para hacerse llamar “verde”, pero lo que se ve en los datos es que la inversión adicional en estas firmas no mueve la aguja de la contaminación; precisamente porque no había mucho por mejorar en primer lugar. En cambio, la investigación encuentra que cuando las “empresas cafés” tienen mayor estrés financiero por un mayor costo del capital, estas tienen menor chance de innovar para reducir las emisiones, entonces terminan contaminando todavía más en el mediano plazo.
Y es toda una paradoja, las empresas con más “patentes verdes” son precisamente las empresas cafés de energía. Terminamos poniendo todos nuestros esfuerzos en donde no podemos tener un impacto, y lo quitamos de los lugares donde tenemos mucho por mejorar y en donde se está generando la innovación necesaria para transformar las industrias que nos producen los bienes y servicios que demandamos.
La primera responsabilidad de las inversiones sostenibles es tener más de pragmatismo que de idealismo. De nada sirve vivir en un planeta lleno de virtuosos que sigue calentándose a niveles insostenibles.