Petro César, de Shakespeare
Los clásicos no mienten. Su esencia se mantiene ante la tecnología y el tiempo. Los guiones renacentistas son réplicas de las tramas más actuales. Estos eruditos de la narración, en un genial accidente, hilan con la misma aguja del drama en nuestra República: Nicolás Petro ha entregado a su padre, tras ‘apuñalarlo’ ante la Fiscalía.
Carlo Bruto y el César, del teatro de Shakespeare, hecho carne. Bruto, sagaz, intentando sostenerse, mientras el emperador se desangra ante un senado expectante frente a la muerte (¿política?) de su némesis.
El drama de los Petro parece escrito por Shakespeare. Los diálogos díscolos, la trama enredada y un reparto singular mantienen a la audiencia atenta. Si pestañeas, pierdes. Cada día, cada escena, cada entrevista, cada discurso se ha convertido en nada más que un escenario dónde millones, tras haber comprado palomitas, aguardamos por un acto final que se asoma lejos. Sólo hay alguien que, desolada en llanto, intenta abandonar el recinto, pero no puede, porque su destino, irónicamente, depende de una tragicomedia familiar: Colombia.
En ambas historias, Julio César y la disputa entre los Petro, empiezan con un héroe vitoreado por su pueblo: César, tras vencer a Pompeyo; Petro, luego de derrotar a Hernández. Miles acudieron al recibimiento en la plaza principal de la capital. Los dos, arrogantes, fueron cuestionados por parte del Senado.
Al César le colocaron una corona laureada, símbolo de los déspotas antes de la República. Petro escogió traer la espada de Bolívar: libertador y casi “rey”, al menos en palabras de Santander. Así, con un bullicio que esconde el peligro, se abre el telón.
La trama continúa con ambas cabezas del Estado, cónsul y presidente, desautorizando a las instituciones. Julio César le resta prestigio al Senado y Petro declara ser “jefe” del Fiscal. Ambos se proclaman el pueblo y su retórica, la voz de los desamparados. Por cada página, sea del teatro o de la prensa nacional, los protagonistas pierden adeptos en el legislativo. Los sabios (o no tanto) se apartan, dudan y los cuestionan. Ellos, Gustavo y Julio, los atizan bajo el ridículo público o largándolos de los ministerios.
Así, nace la conspiración contra el caudillo. El senado se da cuenta de que su adalid descarrila. Sólo se rodea de los suyos, los demás los cataloga enemigos y, por tanto, del pueblo y de la República misma. Sus opositores sabotean las reformas. Sin embargo, muchos ciudadanos aún los adulan. Los gritos de “¡Rey!” llueven del Coliseo, ya que desean que César sea su monarca. Desde otra tribuna, las redes sociales, tipean “#UnAñodeLogros” o “#Colombiavabien”. El soberano, ensordecido en alabanzas.
¡Traición! El Senado convence a Bruto para acabar con el César y Nicolás Petro pacta con la Fiscalía con el fin de salvarse bajo el cadáver de su padre. El discípulo del cónsul camina junto a su mentor en el Panteón. Dentro de la plenaria del Senado, Casio, un cabecilla del complot, lo aborda y, sacando un cuchillo, traspasa al César. Los demás parlamentarios saben que ha llegado la hora.
Lo apuñala uno tras otro, pero Bruto espera al último. Cuando estoca al caído, Julio agoniza: “¿Y tú, Bruto?”. Roy se va del Congreso, los ministros renuncian o entorpecen las reformas, Benedetti y Sanabria escandalizan a la Nación, las mayorías parlamentarias lo abandonan… “¿Y tú, Nicolás?”.
El teatro del César culmina con su líder acribillado (políticamente, por lo menos). Pero, aún más importante, la República cayó y el Imperio llegó. Por ende, quiénes tienen en sus manos el cuchillo deben actuar correctamente, con meticulosa razón, para que, independientemente del mandatario, Colombia no sufra. La democracia y las instituciones están en riesgo y depende de sus representantes permitir su salvación. De no ser así, esperemos no caer en manos de tíranos que se recreen cuándo su Nación arde.