¿Todo está permitido?
El escritor ruso, Fedor Dostoevski, planteó en una de sus obras: ‘Los hermanos Karamázov’ este permanente interrogante: ¿Todo está permitido? Al hacer esta pregunta, atisbaba un mundo donde la moral y los principios serían meros oropeles. Y no se equivocaba. Luego de dos guerras mundiales, genocidios de toda naturaleza y crisis de todos los colores parecía que habría un freno de mano ante la barbarie. ¡Vaya desliz!
La coyuntura, desde las cortes colombianas hasta el Kremlin, demuestra que se ha aprendido más bien poco.
La dignidad humana, los derechos humanos, empezando por el de la vida, y principios tan solidos como la soberanía son aplastados por un bulldozer colectivista. Esta uniformidad atienta contra una Nación aspirante a la autodeterminación y libertad, mientras descuartiza los derechos más fundamentales del individuo inocente.
Antes de ver la paja en el ojo europeo, miremos la viga que tenemos en nuestro país. La decisión de la Corte Constitucional sobre la vida y el aborto vulnera el concepto democrático y de Estado social de derecho. No se defiende a la minoría más vulnerable, cuando en la Constitución sí protege a las minorías. No se cobijan los derechos ni a la vida ni a dignidad humana a las células que, desde la concepción, son humanas, presente y futuro de la unidad básica del ser humano.
Las formas como la Corte procedió tampoco han sido constitucionales. No obstante, la exaltación es mínima cuando ya la Corte había legislado con plena licencia para hacer y deshacer, ignorando la separación de poderes. Además, las altas cortes han demostrado su plumero. La imparcialidad, característica esencial de la justicia, ha sido cegada por un colectivismo matonesco. Una uniformidad que purga al individuo, sus libertades y derechos, socavándolo hasta por fin desmembrarlo. Así, escudan en el ‘bien común’ con el fin de descuartizar con los derechos fundamentales de los no nacidos. Fórmula clásica.
Lastimosamente, la denigración humana, junto a sus derechos, continua hasta el otro hemisferio. Vladímir Putin, tras idear un mecanismo cultural a la altura de pocos, invadió sin complejos a una nación desguarnecida e impotente. Este fan de la autocracia sumergió a un pueblo fugitivo de las sombras de la Urss bajo un régimen donde la apología a la guerra está a la orden del día. Al colectivismo arrasador no le interesan ni los civiles ni el daño humano, material o psicológico que padezcan propios o adversarios. Lo único relevante acaba siendo la inmolación de la dignidad humana y los derechos fundamentales al servicio de la ‘gran nación rusa’.
Ahora bien, reside en nosotros, como seres soberanos, racionales y éticos, filtrar los torbellinos de la amoralidad. Si cada uno de nosotros, alejados de esas corrientes colectivistas, resolvemos condenar y cercenar la barbarie, habremos hecho bien. Desde la individualidad y la unidad familiar, fundamento social, no podemos tolerar tanta inhumanidad. No cabe duda de que, si el pueblo aborrece lo que hace su estado, la libertad se impondrá a los designios burócratas.
Por los tiempos que corren, es un deber social rechazar tanta inmundicia. Que unos actos -desde el exterminio de los no nacidos, hasta la guerra sin cuartel- sean legitimados por la política sin principios, no significa que deban ser acatados o respaldados por la ciudadanía. Nuestra ética como sociedad tiene mayor valía que la misma imposición de una ley. Debemos actuar desde la condena social, erradicando aquello que va contra la superviviencia de la especie humana. En definitiva, somos nosotros quienes decidimos, con nuestras acciones, voz o silencios, si realmente todo está permitido.