Analistas 07/11/2025

Apagar el Estado o endeudar el futuro

Mauricio Olivera
Vicerrector Administrativo y Financiero UniAndes

En los Estados Unidos se vive ahora un cierre prolongado del gobierno federal que ha puesto al límite la estabilidad de servicios públicos esenciales. El Congreso no ha aprobado la ley de apropiaciones para la nueva vigencia fiscal y, como manda la Constitución de ese país, sin la ley de financiación no se puede girar dinero del Tesoro. El resultado: agencias federales cerradas o con funciones mínimas, miles de empleados públicos sin salario y programas sociales en riesgo. Por ejemplo, el programa Supplemental Nutrition Assistance Program, Snap, que beneficia a unos 42 millones de personas vulnerables, enfrenta demoras o cortes en el pago de ayudas alimentarias.

En Colombia, esa opción no existe. Según el artículo 348 de la Constitución Política, si el Congreso no expide el Presupuesto General en el plazo legal, “regirá el presentado por el Gobierno”. Además, el Estatuto Orgánico del Presupuesto lo refuerza mediante el artículo 59, que permite al Ejecutivo expedir un decreto con fuerza de ley cuando el Legislativo no actúa a tiempo. Así, en Colombia no se paraliza el Estado por falta de acuerdo: se activa el Presupuesto del Gobierno. En Colombia, el poder real sobre el Presupuesto recae más en el Ejecutivo que en el Legislativo, en contraste con los Estados Unidos, donde el Congreso tiene la llave del gasto. En EE.UU., si el Legislativo no aprueba, el Estado se detiene. Aquí, si el Legislativo no aprueba, el Ejecutivo mantiene el gasto.

Pero ese diseño tiene otro lado. Aunque en Colombia, el Presupuesto debe presentarse de manera equilibrada, ese equilibrio se logra con deuda, permitiendo que el gasto crezca por encima de los ingresos corrientes. En la práctica, el déficit fiscal se convierte en deuda y en obligaciones futuras. Eso implica que en Colombia el daño macroeconómico puede ser más duradero y profundo: un déficit que se acumula año tras año se traduce en mayor endeudamiento, incremento de pagos de intereses, menor espacio para invertir, presión sobre la inflación y deterioro de la sostenibilidad fiscal. Mientras tanto, en los Estados Unidos el efecto es inmediato -el cierre golpea a la población, los servicios se interrumpen, la economía se frena- pero al aprobarse el presupuesto, la recuperación es más rápida.

En últimas, los presupuestos son más que sumas y restas: son declaraciones de propósito colectivo. De poco sirve un equilibrio contable sin respaldo político, o una norma estricta sin voluntad de concertar. En Estados Unidos, el desacuerdo apaga el Estado; en Colombia, lo mantiene encendido con deuda. En ambos casos, la lección es la misma: la obligación de llegar a acuerdos políticos es tanto o más importante que la norma fiscal misma.

Y en Colombia, hay un problema estructural adicional: el gasto público carece de criterios claros de eficiencia e impacto en los beneficiarios. Se aprueban partidas sin evaluar resultados ni medir efectos sobre grandes retos como la desigualdad. Si la sociedad quiere que el gasto público contribuya realmente a cerrar brechas y resolver los grandes retos del país, el proceso presupuestal debe ser examinado bajo ese lente: el de la eficacia social y la rendición de cuentas.

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