De nada sirve elegir a un buen Presidente, si no elegimos un Congreso responsable
viernes, 24 de octubre de 2025
Munir Jalil
El deterioro fiscal de la economía colombiana es innegable, pero no es reciente ni producto de una sola administración. Desde la aprobación de la primera regla fiscal en 2011 (Ley 1473), el objetivo era ambicioso: reducir la relación deuda/PIB de 32% en 2012 a 22% en 2022, garantizando la sostenibilidad de las finanzas públicas y la credibilidad macroeconómica. Sin embargo, una década después, esa meta no solo no se cumplió, sino que se revirtió. En 2021, cuando se aprobó la nueva regla fiscal (Ley 2155), la deuda pública ya representaba más de 62% del PIB, su nivel más alto en casi 20 años.
La paradoja es que, en apariencia, Colombia siempre cumplió la regla fiscal. Pero ese cumplimiento formal ocultó una realidad más profunda: la regla fue reinterpretada o ajustada para permitir mayores déficits, sobre todo en momentos de crisis. Entre 2012 y 2023, el país aprobó siete reformas tributarias -en promedio una cada 18 meses-, intentando aumentar el recaudo. Sin embargo, los ingresos tributarios solo pasaron de representar 13,7% del PIB en 2010 a cerca de 15,7% en 2024, según el Ministerio de Hacienda, mientras el gasto público alcanzó 24,8% del PIB.
Los compromisos permanentes del Estado crecieron de forma estructural. Programas como Familias en Acción, Jóvenes en Acción, la devolución del IVA, las transferencias a salud y educación y el Fondo de Estabilización de los Combustibles, Fepc, se convirtieron en obligaciones recurrentes.
Solo el Fepc generó en 2022 un déficit cercano a 2,2% del PIB -más de $25 billones-, monto superior al presupuesto total de inversión del Ministerio de Transporte. A ello se suman los incrementos del Sistema General de Participaciones, SGP, aprobados por el Congreso, que seguirán presionando el gasto. En conjunto, el gasto público pasó de 19% del PIB en 2010 a casi 24% en 2023, y más de 85% de ese gasto se considera hoy inflexible, determinado por leyes, transferencias automáticas o deuda.
Esa rigidez no es un fenómeno técnico, sino político. Surge de decisiones legislativas tomadas bajo presiones coyunturales, que comprometen recursos sin considerar su financiamiento. Cada nueva ley que crea subsidios, beneficios o exenciones sin respaldo fiscal aumenta la vulnerabilidad del Estado. Por eso, elegir un presidente con visión técnica o austeridad no basta si el Congreso no actúa con responsabilidad. El equilibrio macroeconómico depende de que las cámaras comprendan y respeten los límites de la capacidad de pago del país.
Una verdadera solución estructural requiere revisar esas leyes, redefinir prioridades y asumir el costo político de recortar o rediseñar gastos. En economía pública no hay magia: si un hogar no puede sostener un gasto sin ingresos suficientes, el Estado tampoco. La sostenibilidad no se logra solo con más impuestos, sino con una gestión integral del gasto.
Colombia necesita un Congreso que entienda que la disciplina fiscal no es una opción tecnocrática, sino una condición esencial para la estabilidad económica y la justicia intergeneracional. Solo así se evitará que las futuras generaciones hereden una deuda que hoy se siente más como una carga política que como una inversión en el futuro.