Analistas

Desamor corporativo

Natalia Zuleta

El mundo corporativo está lleno de corazones rotos. LinkedIn se ha convertido en un repositorio de historias de vida, donde ejecutivos de todos los niveles narran giros inesperados que los obligan a reinventarse en etapas de su vida que jamás imaginaron. Este escrito es una invitación a explorar ese aterrizaje forzoso que a veces sacude nuestras carreras profesionales y nos lanza a resolver preguntas existenciales que preferíamos evitar. La primera y más poderosa verdad que quiero poner al frente es que no estamos solos. Los cambios y desvíos que ocurren a lo largo de nuestra evolución profesional hacen parte del ritmo natural vida. Aunque ambiguos, difíciles y doloroso, estas transiciones abren grietas por donde entra una nueva luz.

Abordar el mundo corporativo desde el corazón nos ayuda a humanizar esa idea de “carrera profesional”, un término que implica una frenética trayectoria en ascenso casi siempre a costa de nuestra estabilidad interior. Cuando escogemos un empleo y cuando una compañía nos escoge, el corazón se abre a una aspiración. Entregamos la mente y algo de nuestra alma. Trabajamos para sentirnos vivos, útiles, para dar sentido a nuestro propósito superior. Y sí, todo este vínculo se parece mucho a una relación amorosa. Hay conquista, hay enamoramiento con lo que hacemos y con el nombre que le damos a nuestro cargo, CEO, CMO, CFO, y que otorgan un grado de reconocimiento que parece darle posicionamiento a nuestro nombre.

El enamoramiento corporativo se origina en ese sueño con un ideal y con las recompensas que una empresa puede ofrecer: crecimiento, retos, aprendizajes y, claro, la promesa material. La casa soñada, el viaje esperado, el carro último modelo y los antojos que nos proporciona una sociedad de consumo. Sin embargo, todas estas recompensas materiales traen un costo implícito invisible: desafíos que causan estrés, desbalance en la vida personal y algo de soledad obligada, cosas que no publicamos en ninguna red social hasta que llega la ruptura, la reestructuración, la carta de agradecimiento. O peor: la sensación de obsolescencia profesional que cada vez nos amenaza más, para caer al vacío.

Ese vacío es la tusa. El guayabo profesional. El despecho con la vida misma y con esa versión de nosotros que perdimos y abandonamos en esa relación corporativa. Existe un profundo sinsabor mezclado con abandono e insignificancia. La sensación de haberlo dado todo para terminar con las manos vacías.

La ruptura del vínculo laboral es un terremoto emocional que sacude nuestras estructuras más profundas. Nos deja sin piso emocional y existencial. Nos obliga a recordar lo que tantas veces olvidamos: la importancia de la familia, del tiempo propio, del balance real, de pensar con anticipación en la fragilidad del trabajo y olvidar la importancia de ser más dueños de nuestro tiempo y de nuestra vida. Nos lleva de la mano a asumir verdades que en el fondo hemos olvidado. En la resaca de la caída buscamos un lugar donde caer o apoyarnos.

Sin embargo, las historias de reinvención que he leído recientemente coinciden en que la pérdida repentina de trabajo es una oportunidad invaluable de realización elxistencial. Un acto de revelación. Un llamado a poner atención a lo trascendental en medio del caos que normalizamos. Una invitación a poner el foco donde es absolutamente necesario. A escuchar esa verdad que nos susurra al oído y solemos ignorar. Porque en definitiva nada nos devolverá la salud, el abrazo perdido de nuestros hijos que ya duermen cuando llegamos a casa, los viajes postergados, la oportunidad de saborear un desayuno con más calma, la paz de una mente que vive en estado de alerta. Perder el trabajo no es perder el rumbo. Es un desvío que nos empuja hacia una versión más honesta de nosotros mismos. El desamor corporativo duele sí. Rompe, por supuesto. Pero también libera. Y en esa libertad volvemos a ser poderosas versiones de nosotros mismos que hemos olvidado.
============Tx. COLUMNAS (13867574)============
Frankenstein, de Mary Shelley, trasciende la literatura. Se ha convertido en la búsqueda humana permanente de reemplazar partes del cuerpo, corregir imperfecciones, o simplemente, por vanidad. Es un ejercicio que ha crecido exponencialmente en el último siglo, haciendo que muchas personas sean algo más que una construcción estética: “criaturas” modernas creadas por nuevos “dioses” , que usurpan a lo natural la capacidad de lograr la vida.

Hoy, esta búsqueda se acelera. Ya no se trata solo de la recreación humana a través de órganos -simples bombas biológicas, según el transhumanismo-, sino de la tokenización y digitalización del cerebro . Hablamos de un hackeo de la conciencia que ya muestra resultados. Sin pausa, el proceso de Neuralink, liderado por Elon Musk, promete a corto plazo integrar un dispositivo de hardware directamente al cerebro. Esto transformará nuestros pensamientos en código y el yo en datos.

“La IA es esencialmente una herramienta de la inmortalidad. Esto va a cambiar para siempre lo que significa ser humano.” --- Elon Musk, fundador de Neuralink

Esta afirmación de Musk revela una ambición profunda detrás de la interfaz cerebro-máquina: superar la reparación biológica y alcanzar una mejora cognitiva radical y una forma de vida digital, lo cual debería prender las alarmas frente a las implicaciones éticas y filosóficas de conectar el pensamiento humano a una red digital. La tecnología está redefiniendo los límites de la privacidad, la identidad y la propia conciencia.

Simultáneamente, una noticia que pasó por los medios como una anécdota del espectáculo demuestra la mercantilización de nuestra esencia. Los actores Matthew McConaughey y Michael Caine vendieron sus registros de voz a la compañía IA ElevenLabs para crear réplicas bajo demanda. Estas voces están ya disponibles en el Iconic Voice Marketplace para que otras empresas las utilicen en narraciones y proyectos comerciales. La BBC destacó este precedente: la voz, que define la personalidad de un individuo, ya no es una propiedad intrínseca, sino un activo digital negociable y replicable infinitamente.

Esta “deuda de Prometeo” -el castigo por robar el fuego divino del conocimiento- se materializa en la venta consentida de nuestra esencia a las corporaciones de IA. Cuando una voz icónica se convierte en un activo digital y utilizado sin la participación del dueño original, la línea entre el ser humano y su réplica se desvanece. Estamos entregando la intimidad del sonido y del pensamiento . La pregunta ya no es si podemos crear vida artificial, sino qué partes de la vida estamos dispuestos a poner a la venta para que existan en el eterno ecosistema de los datos.

En última instancia, el Nuevo Frankenstein no es una criatura de retazos físicos, sino un espectro de información. El miedo de Shelley no era solo un cuerpo reanimado, sino la pérdida de control sobre la creación. La búsqueda del Prometeo moderno por la “inmortalidad” a través del hardware y el software nos obliga a enfrentar una nueva ética: ¿Qué valor tendrá el original cuando la copia digital pueda hablar, simular pensar y actuar sin cansancio?.

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