Analistas

¿Por qué no somos felices?

Natalia Zuleta

Tal vez existirían mil teorías desde la religión o la filosofía para encontrar respuesta a esta pregunta existencial. Todos hemos querido desde nuestra más noble existencia explicarnos por qué no logramos alcanzar esa felicidad tan anhelada. Diría que más que una cuestión de verdades absolutas es una cuestión de definición. Andamos por la vida diciendo que la felicidad es relativa, que no es un resultado sino un proceso, o un camino. Sin embargo y así nos cueste trabajo aceptarlo, muy poco nos detenemos a pensar qué es realmente la felicidad. A simple vista puede ser un espejismo más en un mundo cada vez más oscuro y conflictivo para los seres humanos. Puede convertirse en una utopía o en una falsa promesa de una sociedad sustentada en una economía de consumo.

Yo les diría después de recorrer un camino de estudio y aprendizaje espiritual que la felicidad es una cuestión de presencia y esa presencia se define como la forma en la que decidimos vivir y habitar el mundo. Y en ese estadio lo que sucede con nuestra visión de la existencia y nuestros sentidos es vital, pues son la forma de relacionarnos con el entorno. Es una cualidad que nace con nosotros y es palpable en la infancia pero que a medida que somos educados se desvanece, perdemos la curiosidad como herramienta de asombro y conexión con las maravillas de la vida. Piensen ustedes por un instante en los niños y su espontaneidad, su deseo incansable de entender cómo funcionan las cosas, de probar y equivocarse para continuar en su búsqueda. Y esa indagación es incansable pues surge de su corazón. Y lo que sucede es que a medida que entramos a formar parte de un sistema educativo demasiado tradicional somos llevados sin darnos cuenta a vivir siempre desde nuestro intelecto y cada vez más a abandonar lo que sucede en todas nuestras dimensiones.

No somos felices porque estamos desconectados de nuestra verdadera esencia que está compuesta de cada una de nuestras dimensiones cuerpo, mente, espíritu. Y aquí vuelvo a la curiosidad infantil que es aquella chispa que nos permite iniciar un camino de exploración en el que descubrimos quiénes realmente somos a lo largo de nuestra vida. Debo decir que una de las preguntas más difíciles de responder en cada una de las etapas de nuestra existencia ¿quién soy yo?. La mayor pregunta existencial a la que nos vemos enfrentados y que muchas veces intentamos responder desde el lugar inapropiado. Cada vez nos cuesta más trabajo encontrar la certeza de quiénes somos sobre todo en un mundo que nos llama más a hacer en nuestra cotidianidad que a “ser”. La pregunta de quién soy es siempre un llamado a explorar con curiosidad nuestras cualidades mentales, físicas y espirituales, a descubrir nuestro propósito y a entrar en acción para ponerlo al servicio del mundo. Allí es cuando todo hace sentido en una especie de rompecabezas en donde todas las piezas encajan y nos producen una sensación de alegría sutil. Esa alegría sutil que es la semilla de la felicidad, aquella que no depende solo de nosotros y de cómo decidimos mirarnos y abrazarnos en nuestras fortalezas y debilidades.

Existe una famosa frase que dice no podemos amar lo que no conocemos. Y esta es una realidad en muchos aspectos de nuestra vida, diría que el problema de la sostenibilidad del planeta es un problema de amor y desconocimiento de la tierra en que vivimos. De la misma forma diría que muchos de los desafíos que tenemos como humanos en términos de construir un mundo más amoroso, compasivo y feliz radica en la forma como nos vemos a nosotros mismos y como entendemos la felicidad. De allí surgen también muchos de los problemas de salud mental e infelicidad de las nuevas generaciones pero también de los adultos que podemos sentir agotamiento en diferentes instancias de nuestra vida. El amor propio es el primer paso para poder amar a los demás, debemos cultivar en nosotros esa capacidad de ser felices y así llevar felicidad a donde vayamos. Esa felicidad que no dependa de lo que poseemos o podemos controlar. La felicidad es el resultado de cultivar nuestras dimensiones para tener la certeza que podemos navegar la vida con sus altos y bajos. Es la capacidad de mirarnos con amor para poder hacerlo con otros. Y cuando esto sucede descubrimos la interconexión que existe entre todo los seres vivos. Cuando alcanzamos ese estadio entonces comprendemos que podemos ser felices aun cuando existan las dificultades más triviales y más profundas porque aprendemos a habitar el mundo desde un sentido de presencia en el que fluimos y observamos todo con el mismo amor con el que nos observamos a nosotros mismos.

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