Analistas

Un país que duele en femenino

Natalia Zuleta

Resulta doloroso ver cómo cada vez perdemos la capacidad de sorprendernos ante lo inaceptable. La violencia y la indolencia nos han llevado a normalizar e incluso a negar hechos tan desgarradores como la desaparición de una niña de 10 años, en su colegio, en una mañana cualquiera. Como madres, nos resulta incomprensible aceptar que algo así pueda ocurrir.

La violencia y la muerte son difíciles realidades de la vida que siempre nos convocan a reflexionar sobre el sentido de la existencia y la complejidad humana así como la indolencia o la impotencia, entre otros. Es una dura confrontación con lo absurdo e inexplicable. Nos cuesta esclarecer porque la violencia se ha convertido en un lenguaje común que conduce a la muerte de personas inocentes, mujeres, niños, jóvenes y líderes.

Aunque es difícil no perder la fe como sociedad tenemos la obligación no sólo de pronunciarnos sino también de hablar de lo que nos duele, de compartir las emociones y pensamientos que surgen cuando un hecho socava nuestros corazones y nos llena de una sensación de desesperanza y miedo. Son estas mismas emociones las que convocan y se pueden convertir en una fuerza colectiva para sanar y tomar acción. No podemos pasar de largo hacia otra noticia que nos distraiga.

La muerte de Valeria Afanador nos estremece como país. No solo porque su vida de se esfumó de repente, sino porque vuelve a mostrar la fragilidad y el abandono de nuestra niñez en un entorno que debería protegerla y no exponerla. No podemos acostumbrarnos a esto, un hecho como este debe recordarnos que todos, como sociedad, hemos fallado.

Un país que mata a sus niños y niñas no tiene futuro. Según Unicef, al menos 100 niños, niñas y adolescentes sufren algún acto de violencia cada día en Colombia, y 53 de ellos son víctimas de violencia sexual. Estas cifras son solo la punta del iceberg, ya que muchos casos no llegan a ser denunciados o son de conocimiento público.

Es por eso que un grupo de mujeres nos reunimos para darle palabras a este dolor y convertirlo en un llamado que nos ayude a hacer conciencia y actuar. Decidimos utilizar una encuesta para hacer un inventario de emociones y darle nombre y forma a lo que sentimos cuando la violencia nos golpea.

Como resultado encontramos que entre las emociones más predominantes están el miedo, la tristeza profunda, la indignación y la impotencia. El miedo nos confronta y nos lleva a movernos hacia un espacio seguro, hablando a través de nosotras para invitar a la reflexión. La tristeza profunda es una aliada en procesar las situaciones difíciles, hacer el duelo y entender lo que nos pasa además de llevarnos a un sentimiento poderoso de empatía que mueve nuestros corazones hacia quien sufre.

Es un espejo invaluable para el dolor. La indignación es una fuerza poderosa para el cambio en búsqueda del bienestar colectivo. Y por último la impotencia nos enseña la aceptación más no la indiferencia, es el ojo que clasifica y nos lleva a focalizar la energía en donde podemos lograr impacto o cambiar las cosas. Son estas voces expresadas a través de esta columna.

Coincidimos en que la seguridad de nuestros hijos no puede ser un tema secundario, ni un debate que se diluya en procesos e investigaciones sino en la cruda verdad que es la muerte y el maltrato de los niños. Necesitamos instituciones fuertes, escuelas que sean espacios seguros y con protocolos claros.

También penas ejemplares para los agresores y un compromiso firme tanto del Estado como de la empresa privada para ser garantes de la protección de la infancia. Pero sobre todo, necesitamos una conciencia colectiva de cuidado, porque la indiferencia nos hace cómplices, no podemos acostumbrarnos a que estos hechos ocurran y se normalicen como una noticia más.

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