Entre tantas polaridades de la existencia me pregunto cuál es el centro de cada ser humano. Hoy quiero hablar de las mujeres porque siento que muchas veces somos un universo inexplorado y hasta indescifrable. Podemos tener extremos cargados de nuestra energía femenina que nos llevan a extrapolar sensaciones tan fuertes como el dolor y la alegría o la realización y la frustración. Y otros en donde la energía masculina nos lleva a hacernos cargo de las cosas con asombrosa entereza y valentía. Sabemos navegar con facilidad entre los cambios, pero en ocasiones nos perdemos en los giros de un péndulo inconstante.
Ese péndulo está hecho de una fuerte auto crítica a la que nos sometemos cuando las cosas no nos salen cómo deberían. Y ese debe ser está hilado en una gran medida por las expectativas de los otros más que de nuestros más genuinos ideales y deseos. Entonces con frecuencia caemos en pequeños abismos que nos llenan de temor y duda porque no sabemos con certeza parar, respirar y aceptar nuestra imperfección como un regalo de la vida.
Los desafíos a los que nos enfrentamos las mujeres son cada vez más profundos y notorios. Las noticias e historias de mujeres que sufren, que retan el statu quo o que han librado una batalla por perseguir sus sueños están a la orden del día. A pesar de la evolución en términos de la equidad de género todavía existen creencias arraigadas en la conciencia colectiva que no han permitido una completa liberación de mitos y tradiciones obsoletas con respecto a lo femenino. Y existen también realidades innegables como la indefensión física y emocional a la que estamos sujetas.
Leo la noticia de un feminicidio más como lo es el de Luz Mery Tristán que se vuelve público y que suma a la interminable lista de maltrato y violencia contra las mujeres y me pregunto qué es eso que la propicia. Una violencia que se experimenta no sólo física sino también psicológicamente muy en lo profundo de nuestras mentes y corazones. Porque las mujeres compartimos esa esencia epigenética de la unidad, lo que le pasa a una se convierte en una ola de dolor que nos afecta a todas.
Existe una solidaridad que yace en el fondo de nuestros corazones. Ese sentido de pertenencia y en cierta forma de interdependencia es el que me lleva a escribir hoy para dar otra mirada a hechos que parecen inexplicables. Me solidarizo con el dolor y sufrimiento de todas las mujeres y sus familias víctimas de la violencia de género, el feminicidio y la violencia vicaria en la que ya se involucra a los hijos como armas. Y al mismo tiempo las invito y los invito a viajar al centro de nuestra esencia femenina para entender la hermosa complejidad que nos habita y así rendirnos homenaje.
Porque en el centro de nuestros corazones habita un profundo amor por la vida y un deseo desinteresado por hacer del mundo un lugar mejor a través de nuestra intuición y de la genuina capacidad de cuidar a otros. Y en la profundidad de nuestras mentes también habitan miedos por no cumplir con los modelos de género impuestos o por no seguir el guión social al pie de la letra. Debemos reconocer que en aras de perpetuar el statu quo muchas veces callamos esos miedos y dolores profundos que nos visitan.
La fortaleza femenina existe en esa danza entre las cualidades y las imperfecciones.
Esta es una oportunidad para hablar abiertamente de nuestros miedos y convertirlos en una fuerza colectiva para luchar contra la injusticia y el dolor. Podemos a través de ese viaje a nuestro centro, reconectar con la sabiduría femenina para hacernos más fuertes, resilientes y poderosas. ¿Por qué hacerlo? Porque el mundo nos lo está pidiendo a gritos y las cifras también: Porque cada hora tres mujeres son víctimas de la violencia intrafamiliar, 128 al día y 47.000 en 2022. Porque en lo corrido de 2023, se han registrado 3.483 casos de violencia intrafamiliar. Porque más allá de las cifras nos une la responsabilidad de transformar positivamente el mundo a través de nuestras cualidades femeninas.