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Acueducto de Bogotá: 136 años fluyendo por la ciudad

Natasha Avendaño

¿Se imagina si cada vez que usted quisiera cocinar, bañarse, lavarse las manos o los dientes, lavar la ropa o limpiar la casa, tuviera que desplazarse varias calles hasta una pila pública, recoger agua en una múcura y llevarla hasta su casa al hombro, en carreta o en burro, con la esperanza de no terminar contagiado de alguna enfermedad?

Así era la cotidianidad de los casi 80.000 habitantes de Bogotá a finales del siglo XIX, situación que lamentablemente hoy, persiste en algunas regiones del país, pero que, con la fundación de la Compañía del Acueducto de Bogotá en julio de 1888, se comenzó a transformar en nuestra Capital.
Este mes conmemoramos el cumpleaños 136 de la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá y, en esta y en la próxima columna, les hablaré sobre los hitos más importantes de nuestra empresa en todos estos años al servicio de los habitantes de nuestra ciudad.

Para empezar, en 1888 la ciudad contaba con un precario sistema de tuberías de hierro que llevaba el agua a algunos predios de las calles 9° y 11°, y a las pilas y fuentes públicas repartidas en las 200 hectáreas que conformaban la capital del país.

Del sistema de alcantarillado, ni hablar. Las aguas residuales corrían por la mitad de las calles generando olores nauseabundos, propagando enfermedades y, como la mayoría de las casas no tenían sistemas de drenaje, las familias debían almacenar sus excrementos durante el día para botarlos, en la noche, a los ríos y quebradas que abastecían a la ciudad.

Fue entonces cuando la Compañía de Acueducto tomó cartas en el asunto y, para 1.897, había instalado 115 fuentes públicas y 2.763 plumas domiciliarias, crecimiento exponencial frente a las 325 conexiones que había cuando comenzó a operar. Para el alcantarillado, sustituyó las acequias que corrían por las calles, por alcantarillas y pozos con tapa.

Aunque la cobertura de acueducto avanzaba, la calidad del agua que entregaba no era apta para el consumo humano, pues no se potabilizaba y tampoco se protegían las fuentes abastecedoras. En algunos casos desarenaba el agua que bajaba de los ríos San Cristóbal, San Francisco o Arzobispo y así se entregaba a la ciudad, lo que hizo proliferar enfermedades intestinales.

Purificar el agua era imperativo. Probaron con el sistema importado del “caldo Bordelés”, una mezcla de sulfato de cobre y cal, que no funcionó. Luego se usó cloro, pero sin claridad sobre las cantidades que debían aplicarse, fue ineficaz. En paralelo, se decretó la protección de las fuentes de agua, prohibiendo la explotación de piedra en sus riveras y evitando su contaminación.

Fue hasta la década de los años 30 que Bogotá logró un acueducto capaz de no poner en riesgo la salud y garantizar agua potable para la población a través de Vitelma, planta de tratamiento de agua que dividió en dos la historia de la ciudad y que marcó un hito en el país. Sobre su apasionante historia hablaré en mi próxima columna…’’

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