Analistas

De río sagrado a cloaca municipal

Natasha Avendaño

Si los muiscas que habitaron la sabana de Bogotá en el siglo XV viajaran en el tiempo y quisieran venerar al río Funza, que significa “varón poderoso”, seguramente no podrían reconocer ese afluente que era su fuente de vida y al que lamentablemente nosotros, sus descendientes, desde hace más de 400 años lo fuimos convirtiendo en un vertedero de desechos.

La historia del río Bogotá, llamado así luego de la conquista, cuando la ciudad se expandió, no siempre fue una de contaminación y abandono. La vida del pueblo Muisca dependía del río, en él pescaban, con sus aguas alimentaban sus cultivos y sus animales se refrescaban. Para ellos tenía vida propia, veían al río como a una gran serpiente que atravesaba la sabana, su cabeza era el páramo, sus curvas eran los cultivos, sus venas eran sus lagunas y, a más de 380 kilómetros de su nacimiento, su cola era la desembocadura. Y en su cosmogonía, el río era sagrado, en él purificaban y consagraban a sus “chyguy” o sacerdotes y le ofrecían rituales de agradecimiento, pues sus aguas eran la mayor fuente de su existencia.

Pero llegó el siglo XVIII y con él una población en crecimiento, las haciendas fueron ocupando la sabana, el uso agrícola de la tierra llevó a dragar el río y las descargas masivas de las nacientes industrias lo comenzaron a afectar de manera grave y paulatina, hechos que, sumados a la disminución de la población indígena, marcaron el inicio del triste proceso de su contaminación.

Dos siglos después y a tan solo a 11 kilómetros de su nacimiento en el páramo de Guacheneque, nuestro río Bogotá empezó a recibir una nueva estocada en la cuenca alta, debido a los vertimientos de materia orgánica, cromo, sulfuro y grasas generadas por las curtiembres de Villapinzón, que convirtieron su cauce en un afluente oscuro y maloliente.

A su paso por la cuenca media, avanzando hacia Tocancipá y justo antes de la bocatoma de Tibitoc, las descargas de más de 150 industrias contribuyeron a su contaminación. Pero es en su arribo a Bogotá donde se incrementó su padecimiento con la llegada de la mayor carga contaminante: las aguas residuales a través de las cuencas de los ríos Salitre, Fucha y Tunjuelo.

Los estudios registraron altas concentraciones de zinc, manganeso, plomo y cobre provenientes de industrias galvánicas, químicas y de pinturas, haciendo que el oxígeno disuelto cayera hasta 0 miligramos por litro (mg/l) en algunos tramos y llevando a que el índice de calidad hídrica (WQI) clasificara a varios sectores como marginales o pobres.

Sin embargo, desde 2004, la historia del río empezó a cambiar. Una acción popular llevó al Tribunal Administrativo de Cundinamarca a responsabilizar, por omisión, al Estado colombiano de la catástrofe ecológica del río Bogotá, sus quebradas y sus afluentes. Fue así como fijó el plan de saneamiento, determinó el destino de los recursos ambientales y prohibió realizar nuevos estudios sin permiso de una mesa de seguimiento y del tribunal.

Igualmente avaló, como programa de saneamiento, la propuesta presentada por la Empresa de Acueducto y Alcantarillado de Bogotá, Eaab, que incluía la ampliación de la planta de tratamiento de aguas residuales -Ptar-Salitre y la construcción de la Ptar Canoas.

Sin embargo, estas acciones tuvieron que esperar un fallo de segunda instancia, resuelto por el Consejo de Estado en 2014, pero que, por razones jurídico-procesales y administrativas como solicitudes de aclaración y falta de coordinación institucional, alargaron la espera otros diez años para poder iniciar su plena implementación.

Aunque pasaron alrededor de dos décadas desde el fallo, en el Acueducto de Bogotá no nos quedamos quietos, porque desde el principio y durante todo este tiempo tuvimos claro cuál era el camino para salvar al río Bogotá, una interesante historia que les contaré en la columna de la próxima semana.

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