Mucho se ha hablado en estos últimos días del cambio climático. La preocupación, no sólo de los líderes del mundo, reunidos en Glasgow (Escocia), sino de los más de 7.000 millones de habitantes del planeta Tierra, nos hace pensar que estamos ante una realidad que desafía la especie humana y el conjunto de la creación, amenazada por la huella ecológica y motivada por “las interrelaciones entre la expansión económica del mundo y el sistema tierra” (Cfr. Rodríguez Becerra Manuel, Nuestro Planeta. Nuestro Futuro, Debate, 2019, 37).
Este crecimiento económico desigual ha originado, con alto impacto, el aumento de las concentraciones del dióxido de carbono, gas que da origen al llamado cambio climático que, como ha dicho la Organización de las Naciones Unidas (ONU), “lleva a cavar la propia tumba de todos los habitantes del planeta Tierra”. Los fenómenos climáticos extremos y las actuaciones humanas depredadoras (lluvias abundantes que arrastran grandes poblaciones, sequías que generan hambrunas, pandemias que hacen desaparecer vidas, deforestaciones de grandes territorios como el Amazonas, consumo de los combustibles fósiles, etc.) nos ponen ante una crisis sin igual, tal vez de las más retadoras a las que el ser humano se han enfrentado, en la búsqueda de un desarrollo sostenible que permita que otras generaciones puedan construir un futuro más próspero y esperanzador.
Actualmente se afirma que hemos llegado a un momento de inflexión, es decir, a un tiempo en el que debemos tomar las decisiones más acertadas para hacerle frente al fenómeno del cambio climático, o lo que el premio Nobel Paul J. Crutzen llamó la nueva época geológica del Antropoceno, como “la ruptura con la excepcional estabilidad climática del Holoceno” (Cfr. Rodríguez Becerra Manuel, Nuestro Planeta. Nuestro Futuro, Debate, 2019, 39), causada por la actividad humana. La ruta a seguir dependerá de la voluntad política de los líderes mundiales que firmaron el “Acuerdo de París” (2015), pero también de la sociedad civil que día a día se hace consciente de su responsabilidad como “creaturas de la creación” y asume la tarea concreta de llevar a cabo los planes, e implementar las políticas para finalmente llegar a resultados de esperanza de que un mundo distinto es posible.
Para salir de esta crisis es necesario que las sociedades aceleren la eliminación del carbón, reduzcan la deforestación, aceleren el cambio a vehículos eléctricos y fomenten la inversión en energías renovables, pero más allá de estas acciones es fundamental que asuman un compromiso con la apuesta ética por el medio ambiente. En este sentido, es necesario que los gobiernos y la sociedad en general se preocupe por formar o educar en esta perspectiva, y así proteger y restaurar los ecosistemas. Bajo dicho contexto, las Instituciones de Educación Superior (IES) tienen una responsabilidad para aportar de modo significativo en el desarrollo del conocimiento que permita orientar especialmente a los estudiantes en un modo de vida que ayude a la identificación de las causas del cambio climático y a la puesta en práctica de un cambio de mentalidad que se traduzca en un comportamiento acorde con el cuidado de la creación.
Un cambio que realmente suceda y que no se quede solo en el diagnóstico, porque también es importante encontrar las propuestas de solución que superen las realidades observadas. Por esta razón, es necesario abrirse a las ciencias, a la interdisciplinariedad para tener una visión completa de las situaciones y problemas que interpelan a la sociedad actual. Aquí es donde la perspectiva educativa aparece para que con ella podamos implementar una nueva cultura del cuidado de la “Casa Común”. La educación y las instituciones deberán ser el espacio humanizado que crea cultura, que rescata lo opacado por el brillo postmoderno del éxito.
El proyecto educativo debe ser el lugar (geográfico, pero también existencial) en el cual se desarrollen los principios que permiten el proceso integral de las personas y el desarrollo sostenible de la sociedad.